Mango Verde

Historia de México

Mujer, patriota y testigo de su tiempo: las memorias de una Primera dama (I Parte)

Por Enrique Sada En 1867, cuando los restantes miembros del extinto Partido Conservador se acercaron al borde del sepulcro en que se encerraba—entonces se creía que para siempre—el cuerpo de quien fuera un verdadero Niño Héroe, el presidente más joven de la República y patriota valeroso, el General Miguel Miramón Tarelo, con  tímidas palabras se acercaron a su viuda, la señora Concepción Lombardo de Miramón, para manifestarle la enorme pérdida que para México y los conservadores representaba la muerte del «Joven Macabeo». La viuda en un estado de agudeza mental y contemplativa, como relámpago que rompe la quietud y cruza el cielo, simplemente les respondió: «Ustedes también están sepultados dentro de esa tumba». Con estas palabras se cerraba un capítulo extraordinario en la Historia de México, pero se abría, sin duda, el camino hacia la eternidad, así como una pauta para que esta mujer describiera a futuras generaciones como fue su tiempo junto al gran hombre que se había convertido, desde muy joven, en un personaje de leyenda cuya vida estaría entrelazada, hasta el momento de su asesinato, con lo que más amaba: su Patria. Dos años después de cerrarse aquella loza en el Panteón de San Fernando, de manera apasionada y lo más cercana a la verdad histórica, a partir de sus recuerdos íntimos fue que Concepción Lombardo, o simplemente “Concha” para quienes solían tratarla, inició como catarsis un largo recuento de historias y vidas cruzadas a partir de su experiencia en lo que serían sus célebres Memorias empezando por su nacimiento en la capital de un México independiente, en el año de 1835. Sin ser una mujer de letras dedicada al oficio como George Sand,  la presente obra se consagra  como una enorme contribución por parte de la autora en el ámbito de la  historiografía pues se trata no de un simple desahogo personal o una extensa proclama política—algo bastante común en aquellos tiempos—ni de un memorial justificativo y parcial con pretensiones moralistas (como lo hicieran Lucas Alamán, Benito Juárez o el mismo Antonio López de Santa Anna en su momento); por el contrario: la autora se presenta a sí misma desde la verdad infranqueable y nos expone también a aquellos personajes que definieron los destinos de la todavía joven Nación mexicana en un momento crítico, partiendo desde su extensión, usos y costumbres hasta ahondar también en sus virtudes, sucesos y vicios. Ha habido algunos que, de manera superficial  desde el confort y el maniqueísmo que les impone—porque les es cómodo y económicamente redituable—la “historia de bronce”, acusan en nuestra apasionada autora, con recato fingido y actitudes puristas,  parcialidad o hasta un aparente error en la presente autobiografía, como sucede con María Teresa Bermúdez quien en su muy breve reseña a las Memorias de Concepción Lombardo de Miramón, publicada por la revista Nexos en el año de 1990, manifestaba que “desgraciadamente no se corrigió la ortografía”(?) a la hora de publicarlas por vez primera y desde entonces. En el presente caso habría que subrayarle a quien se pretendía crítica no solo su error y la ligereza de esta afirmación sino también el anacronismo en que incurre al emitir una opinión que solo puede justificar su falta de conocimiento histórico al emitir juicio sobre una obra del siglo XIX con la mentalidad del siglo XX, pues las reglas gramaticales que gozamos hoy en lo que a la lengua castellana se refiere, no vinieron a imponerse de manera general y definitiva sino hasta finales del reinado de Isabel II de España en 1869; esto es, hasta ya entrada la segunda mitad del siglo XIX. Aún y cuando los primeros trazos por uniformar la pronunciación y gramática aparecen bajo el Borbonismo tardío del siglo XVIII, con la publicación de la Gramática de la lengua española por la Real Academia de la Lengua en 1771, esta se hace como un intento político centralizador (más que unificador y común) respecto a las muy distintas usanzas, costumbres, palabras y dialectos que imperaban tanto en la misma Madre Patria como en el resto del Imperio que abarcaba un territorio global desde los Virreinatos de América y las Capitanías Generales del Caribe, al igual que otras provincias de ultramar como las Filipinas; y si este primer intento no se generalizó  fue debido a la tirantez que  experimentaba como hegemonía en declive, ocupada en sus guerras contra Francia e Inglaterra por conservar su integridad territorial—desde entonces, con suficientes visos a autofragmentarse—y debido al embate fratricida de las guerras carlistas en la Península.

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UNA DESCRIPCIÓN DE LA BARRANCA DE METLAC EN 1874

Por: Mario Jesús Gaspar Cobarruvias Muchos oficiales franceses que participaron con los contingentes enviados a México, escribieron profusamente en sus Memorias sus vivencias personales a manera de diarios, registrando los grandes eventos y combates donde participaron, y dando sus opiniones del país que estaban conociendo por primera vez. Fueron alrededor de 800 oficiales de infantería y caballería nacidos entre 1795 y 1849, los que vinieron a México entre 1862 y 1864. No todos eran de origen francés; los había austriacos, belgas, húngaros, rumanos, sudaneses entre muchos otros. Uno de ellos, que acompañaba al ejército al mando del general Lorencez en abril de 1862, era el francés Gustave Léon Niox. Él nació el 2 de agosto de 1840 en Provins, y fue hijo de un teniente coronel militar de caballería. Obtuvo una beca para estudiar en el Pritaneo Nacional Militar en 1856. A su salida, en 1861, fue nombrado teniente del 10º Regimiento de infantería. Realizó cursos de capacitación ese mismo año, y poco después, al 2º. Regimiento de Cazadores de África, con quienes se fue a México en marzo de 1862. El 20 de julio de 1911, siendo ya general y encargado del edificio de Los Inválidos, escoltó al ex presidente mexicano Porfirio Díaz hasta la tumba del general Napoleón Bonaparte, a quien el general mexicano admiraba. En 1874 publicó su obra EXPÉDITION DE MEXIQUE, 1861-1867, en la que narró el combate de El Fortín, del día 19 de abril de 1862, donde fue testigo, en su calidad de oficial de caballería. En sus anotaciones describió también la barranca de Villegas, que en ese año ya se conocía también como de Metlac, entre las ciudades veracruzanas de Córdoba y Orizaba: “La Barranca o quebrada de Metlac tiene 100 metros de profundidad; el camino lo cruza haciendo muchas sinuosidades. En México llamamos barrancas a las quebradas con laderas empinadas, más o menos de profundidad, resultado de la acción erosiva de las aguas torrenciales de la estación de lluvias, conmociones geológicas del suelo y, a menudo, también de Tune y el otro causas combinadas. Algunas de estas barrancas son considerables; la de Régla, al norte de La Ciudad de México ofrece los sitios más pintorescos. Las barrancas del Platanar, de Atenquique y Beltrán, que derivan de los Volcanes de Colima, tienen de 1,600 a 1,700 metros de profundidad” (Niox 1874:143) REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Niox, Gustave Léon. Expédition de Mexique, 1861-1867. Librairie Militaire de J. Dumaine, Paris, 1874.

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Adiós a David Brading

Por: Enrique Sada Sandoval Conocí a David Brading en otoño del 2008. Nunca esperé hacerlo más allá del papel y la tinta ese año. Me tocaba tomar vuelo para presentar una novela histórica, El Brigadier, de la autoría de Jorge Zarzosa Garza (Que en paz descanse) en Reino Unido y más formalmente en la Embajada de México en España. Aun y cuando el primer destino era cumplir con la agenda en Madrid, había que hacer escala en el Aeropuerto de Heathrow en Londres, partiendo de la Ciudad de México por British Airways. En lo que caminamos hasta la sala de abordaje, platicaba justamente con un amigo sobre la obra de Brading y lo valiosa que era en el marco del llamado Bicentenario “oficial” de la Independencia—en realidad, de la primera insurrección autonomista fallida de la que derivaron otras independentistas, también fallidas—y el primer Centenario de la “Revolución mexicana”, según la retórica gobiernista y comodina de siempre. De pronto, girando hacia un puesto de libros y revistas se encontraba Brading en compañía de su esposa, Celia Wu. Ante el asombro, me acerqué para saludarlo y presentarme. Para mi mayor asombro, fue doña Celia quien me reconoció por el nombre; esto es, por haber publicado un ensayo en la Revista 20/10: Memoria de las revoluciones en México en el mismo Volumen que su esposo. Charlamos largamente antes de emprender el mismo vuelo, sin desaprovechar la oportunidad de que nos tomaran un par de fotos juntos. Su amabilidad y la de Celia resultaron más que generosas, puesto que me permitió en primera instancia abordar a uno de mis íconos con una familiaridad insospechada que después habría de continuar a través de algunos correos que intercambiamos durante años. Aunque nacido en Londres, en el barrio de Ilford, como hombre que amaba y conocía entrañablemente a México—casi tanto como si fuera su país—hablaba un español bastante fluido, como su mujer que era peruana, por lo que su idioma quedó automáticamente rebasado durante nuestras conversaciones. Autor de obras clásicas como Orbe indiano, Mito y profecía en la Historia de México, Haciendas y ranchos en el Bajío mexicano, Iglesia y Estado en México Borbónico, o su inigualable Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810) que me acompañó durante el Posdoctorado en Historia del Norte de México, Brading se abrió paso haciendo algo que muchos investigadores en nuestro país suelen temer hacer: Historia académica sin miramientos y zambullirse en archivos virreinales. Especializado en la Nueva España y el México del siglo XIX, como profesional sentó cátedra ahondando en las raíces de nuestra identidad mestiza tanto como el corolario ideológico con que a la postre se configuraría nuestra mexicanidad a partir de la Independencia respecto a la vieja España peninsular. Sin cortapisas y contraviniendo los discursos de bronce tan propios del sistema político mexicano—y aún el de otros países—afirmaba como la grandeza del Virreinato terminó decayendo por obra del despotismo borbónico, sobre todo a partir del mitificado Carlos III; como la Independencia no fue un mal sino una necesidad imperiosa para los novohispanos buscando sobrevivir el amago de aquella decadencia; como Agustín de Iturbide era el verdadero Padre de la Patria y el Libertador de México y sobre todo, como después de la emancipación de la Madre Patria, a lo largo del siglo XIX tanto en México y el resto de Hispanoamérica sobrevivió un sentimiento fidelista hacia España que no entraba en conflicto con la identidad de estas nuevas naciones que todavía miraban con esperanza al otro lado del mar algún tipo de unión hasta la década de 1870. Planeamos entrevistarlo hace dos años el Dr. Carlos Silva Cázares y yo, pero el grave deterioro en su salud no permitió este proyecto. En un país como el nuestro, donde la Historia sigue siendo manipulada u omitida con tal de intentar legitimar regímenes y personajes criminales, sacrificando la verdad, Brading se sostiene como un gran ejemplo a seguir para la mayoría de los historiadores mexicanos a la hora de abordar los hechos sin bandererías políticas ni intereses mezquinos, y, sobre todo: sin la cobardía de no poder decir o publicar abiertamente que el pasto es verde, como diría Chesterton. Descanse en paz.

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Cagayan: indios tlaxcaltecas contra samuráis.

Por Enrique Sada Dentro del imaginario al que corresponde el mito de la Conquista, según la impostura del Smithsonian en México—a través de la Secretaría de Educación Pública como su filial de adoctrinamiento—donde se vilipendia por igual tanto a los españoles como a los indígenas vencedores de la tiranía sanguinolenta de los aztecas, suele omitirse que uno de los capítulos más gloriosos de nuestra Historia lo es el de aquella etapa de gestación de nuestra identidad nacional mestiza como lo fue el Virreinato. Y a su vez, entre sus páginas doradas nos encontramos nada menos que lo que fue la expansión y conquista que peninsulares y demás etnias nativas hicieron juntos hacia el norte del continente (conquistando hasta Alaska), y al sur del mismo, en el señorío de los Atahualpas (con la conquista del Perú). Sin embargo, muy pocos imaginan que este mismo espíritu emprendedor llegaría más allá de los mares, como en su momento lo fue laconquista y fundación de las Filipinas, que recibirán su nombre en honor al Emperador hispano Felipe II, gracias a la iniciativa de Miguel López de Legazpi, Alcalde de la Ciudad de México, junto con tropa formada por tlaxcaltecas. A partir del año de 1574 las costas de Filipinas fueron atacadas contantemente por corsarios japoneses hasta que el Gobernador de Manila solicitó los servicios Juan Pablo de Carrión: veterano de guerra asturiano que a sus 64 años de edad arma la defensa contra Tay Fusa; famoso pirata japonés que tenía tiempo asolando aquellas costas. Carrión armó un batallón con 7 embarcaciones con 40 efectivos peninsulares en tanto el resto fueron tlaxcaltecas veteranos de las guerras chichimecas, una tropa considerable de novohispanos, indios sangleyes y tagalos entrenados en el arte militar peninsular, dotados con el ixcahuipilli mesoamericano que—como aporte tlaxcalteca—también usaban los soldados españoles como protección. La flotilla de Carrión tomó el Rio Tajo para interceptar las fuerzas de Tay Fusa que disponía 18 embarcaciones y 800 piratas japoneses, chinos, alayos, coreanos y varios samuráis sin señor (ronín). Pronto los hombres de Carrión descubren una embarcación de Tay Fusa e intentan abordarla, pero los piratas japoneses rechazan el ataque y contratacan abordando la embarcación. Carrión ordena a sus soldados que formen en la popa de la nave un escuadrón con todos los piqueros adelante y los arcabuceros en la retaguardia en tanto al apercibirse de la superioridad numérica de los piratas, los novohispanos cortan la cuerda o driza de la vela mayor de la embarcación, misma que cae sobre el combés de la galera, formando un parapeto o trinchera natural desde la cual los arcabuceros logran disparar con protección y precisión. A partir de este momento la lucha se vuelve encarnizada puesto que tlaxcaltecas y españoles hacen resistencia frontal, emprendiendo combate cuerpo a cuerpo contra los corsos nipones a quienes logran rechazar y poner en fuga. La lucha inició con gran número de descargas de artillería de ambos bandos, prolongándose durante varias horas hasta arrojar saldo de 200 piratas muertos en batalla y una docena de soldados hispanos e indígenas caídos en la línea de defensa. Para entonces, era más que evidente que la táctica novohispana era superior a la de los japoneses pese a la gran desventaja numérica, llegando incluso a embarruntar sus picas con cebo en la punta para evitar que fueran tomadas por los nipones. Ante el desastre, Tay Fusa intenta negociar su retirada con Carrión pidiendo se le indemnizara en oro sus pérdidas, algo a lo que el asturiano no estaba dispuesto por considerarlo indigno, por lo insistió en que se retirara de Filipinas, reanudando la lucha. Al momento de la última batalla se agotó por completo la pólvora entre ambos bandos, por lo que reanudaron el combate directo, cuerpo a cuerpo, en la costa hasta que Tay Fusa ordenó la retirada con sus combatientes, siendo perseguidos por los valerosos tlaxcaltecas, tagalos y peninsulares que lograron una victoria heroica, pacificando la región por más deun siglo.

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Febrero: Mes del Plan de Iguala.

Por: Enrique Sada Para José Antonio Jiménez Díaz.Dentro del Calendario oficial impuesto por el Gobierno el día 24 de Febrero suelefestejarse—muy escuetamente—como el “Día de la bandera” dentro del programa deestudios de la Secretaría de Educación Pública, lo mismo para la burocracia y las FuerzasArmadas acuarteladas en el país.Tal reduccionismo no puede entenderse sino como un intento por ocultar nada menos queuno de los documentos fundacionales, si no es que el Documento Fundacional de carácterConstitucional—como lo asientan juristas e historiadores especializados como Felipe TenaRamírez y Jaime del Arenal Fenochio—para la Independencia y construcción de Méxicocomo Patria independiente, como es el Plan de Iguala.Para entender el impacto que tuvo la proclamación del Plan de Iguala en un país quetriplicaba en extensión territorial al actual, tanto como su éxito y recepción apoteósica quelogró al poco tiempo en una nación mestizada como la nuestra, es preciso medirlo a la luzde su natural contraparte—y detonante—que fue la Constitución masónica expedida en1812, impuesta para todo el Imperio Español en 1820.Uno de los grandes dilemas que se habrían de presentar tendría que ver con lo plasmado enel Artículo 22 de la misma:“A los españoles que por cualquiera línea traen origen de África, para aspirar a serciudadanos les queda abierta la puerta dela virtud y del merecimiento, y en consecuencialas Cortes podrán conceder carta de ciudadano a los que hayan hecho servicios eminentes ala patria, o a los que se distingan por sus talentos, su aplicación y su conducta; bajocondición respecto de estos últimos de que sean hijos de legítimo matrimonio, de padresingenuos, de que estén ellos mismos casados con mujer ingenua y avecindados en losdominios de España, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capitalpropio, suficiente a mantener su casa y educar sus hijos con honradez” .Por lo anterior quedó clara una enorme contradicción desde el momento en que se reconocela “nacionalidad” como españoles a los negros y castas con la salvedad de que les niega elejercicio de la ciudadanía, cuya consecución quedaba condicionada deliberadamente y demanera muy subjetiva, con la obvia finalidad de reconocer los menos posibles. Estasituación habría pasado inadvertida en la España peninsular, pero en el continenteamericano y concretamente en la Nueva España, dicha disposición estaba lejos pasardesapercibida.El Virrey Apodaca acudió a las Cortes informándoles el 1 de noviembre la conmoción quegeneró la Carta Magna no solo por su antirreligiosidad sino por la discriminación que hacíade la mayoría de los mexicanos, notificándoles que había tomado resolución de declarariguales a todos los individuos pertenecientes al Ejército de Pardos y Morenos: esto es,violar la Constitución. Pese a ello, el Virrey ni siquiera mereció respuesta por parte de sus“venerables hermanos” de Logia en las “augustas y liberales” Cortes. La respuesta vendría en poco tiempo y no de Cádiz o Madrid sino del suelo mexicanocuando el 24 de febrero de 1821, tras intercambio epistolar con el insurgente VicenteGuerrero desde noviembre del año anterior, el coronel del Regimiento de Celaya, Agustínde Iturbide, proclamó su célebre Plan de Iguala con el Ejército Imperial de las TresGarantías. El Plan iniciaba no como un llamado a las armas o a la destrucción de un bando,sino como un manifiesto generoso en el más pleno sentido de la palabra: “Americanos, bajocuyo nombre comprendo no solo a los nacidos en América, sino a los europeos, africanos yasiáticos que en ella residen…”.Sobra decir que este proyecto que no se apartaba de la senda constitucional—pues exigíauna Constitución propia para el país—ni de los derechos del hombre libre logró no solo lasumisión de Guerrero sino una adhesión tumultuaria bajo el Rojo de la banderanacional—hecha por Iturbide—que consagraba la garantía de la Unión de todos losmexicanos, según el Artículo 12: “Todos los habitantes de la Nueva España, sin distinciónalguna de europeos, africanos, ni indios son ciudadanos de esta Monarquía con opción atodo empleo según su mérito y virtudes”.Dado lo anterior, no deja de sorprender como a más de doscientos años de nuestraIndependencia sigue intentando de imponerse el silencio desde lo más ominoso del sistemapolítico mexicano, como una apuesta constante por la desmemoria. Y lo mismo sucede conla persona del Libertador de México en cuanto a su obra y el recibimiento que tuvo el Plande Iguala en el norte del Imperio, como reconoce Moisés Guzmán, pese a los esfuerzos deGuadalupe Jiménez Codinach, Jaime del Arenal Fenochio David Brading y José AntonioJiménez Díaz, entre muchos otros.

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Dinamita, Durango: esplendor de un siglo.

Por Enrique Sada Sandoval Para poder hablar de las manifestaciones de la vida social al igual que de lo que se pudiera entender como el pensamiento ordinario de la gente desde su cotidianidad, como diría Pilar Gonzalbo en su Historia de la cotidianidad, cabe subrayar que uno y otro vendrán a configurarse a partir del entorno inmediato o del medio geofísico en el cual tanto los individuos como las sociedades tienden a desarrollarse. Tal es el caso de un poblado como Dinamita, Durango; al igual que Abisinia, El Siete, El Durazno La Mina y tantas otras comunidades que se han logrado asentar y desarrollar históricamente en torno a la legendaria Sierra del Sarnoso y sus linderos; mismos que a pie, desde la adolescencia y tras muchas noches de acampada entre sus cañones, manantiales y petrograbados, aprendí a recorrer tanto como a querer entrañablemente. Franqueado históricamente por los municipios de Mapimí en su estribación norte, por Lerdo y León Guzmán en su estribación sur-poniente, por Gómez Palacio (bajo cuyo rango político pertenece) y Tlahualilo en el oriente y norte, este poblado se encuentra enmarcado dentro del Bolsón de Mapimí en la gran extensión que a su vez delimita el Desierto de la Biósfera de Chihuahua; surgido durante la etapa del Virreinato de la Nueva España a partir de múltiples prospecciones mineras—aún existen minas españolas abandonadas que dan testimonio de lo anterior en este sitio—emprendidas tras el descubrimiento muy cercano de la célebre Mina de la Ojuela, este poblado cobrará importancia primero por tratarse nada menos que de tierra sagrada para las muchas tribus bárbaras del norte de México como los cocoyomes, tobosos, rarámuris y tepehuanes que la solían  procurarla ya como coto de abastecimiento de caza y de aguas al igual que como antiguo centro ceremonial cuyos vestigios—pese al abandono de las autoridades locales y el vandalismo de lo peor de nuestra sociedad—todavía pueden encontrarse diseminados desde las faldas del imponente Cerro de la Chiche con su distintivo picacho reconocible a kilómetros desde Coahuila y Durango, hasta los Cerros Colorados y desde las estribaciones de la Sierra del Rosario llegando a Jacales y hasta el Cañón del Sarnoso. Posteriormente, y muy probablemente teniendo como primeros exploradores peninsulares a algunos miembros de las fuerzas expedicionarias de Nuño de Guzmán a su paso durante el siglo XVI, será la búsqueda de riqueza en sus entrañas y alrededores lo que hará de este sitio un lugar de abastecimiento de oro y plata que irá mermando en cantidad a lo largo del tiempo, tras el estallido de la Revolución Mexicana, y ante el enorme afluente de aguas subterráneas que sobreabundan a pocos metros de sus cerros y valles no del todo explorados en algunas partes, y en donde la profusión de jabalíes, venados y otras especies permitieron el asentamiento pronto en derredor de lo que a la postre trascendería como los límites de la famosa Mina de La Colorada. Pero también será un lugar que pese a lo anterior permitirá el asentamiento y el mestizaje armónico entre mexicanos y extranjeros, entre mineros sajones e hispanos, entre mestizos de este suelo y negros provenientes de los Estados Unidos De los jabalíes, los venados, el oro y la plata ahora solo queda el recuerdo—algo que todavía solían referir sus pobladores saliendo de misa en el templo dedicado a Santa Bárbara, patrona de mineros y fusileros, en la década de los noventas—y  algunos vestigios de prosperidad en lo que fuera su Mercado, su Panteón y hasta su Cárcel todavía pueden adivinarse, independiente de las explotaciones marmoleras o del de la Compañía de explosivos y químicos Austin-Bacis que le ha brindado también su lugar al pueblo que sobrevive de algún modo, mientras los hijos de su suelo buscan otras fortunas más allá del terruño que es la Matria que les vio nacer. Tierra de leyendas enclavada en torno a montes y valles con enormes figuras pétreas tan caprichosas como el Cerro de la Vela, el Pichacho Colorado, el Cerro de la Chiche o el mítico Cerro del Sarnoso en cuyas noches todavía cabalgan en el viento las antiguas tribus nómadas aguerridas, los peninsulares huyendo de la Independencia tras esconder sus fabulosos tesoros y las huestes del bandolero Machado todavía depositan el fruto de sus robos y los restos de sus víctimas en alguna cueva cuando sus habitantes se reúnen a compartir las consejas que—desde la cotidianidad más inmediata—escucharon de sus abuelos acompañados de cerveza o de sotol alrededor del fuego; voces y recuerdos cuya memoria merece ser rescatada como lo ha hecho Miguel Amaranto desde las breves páginas de Dinamita. Esplendor de un nuevo siglo, libro que por su oportuna aparición tanto como por el material y las fuentes inéditas que consigna, merece ya, desde el momento mismo en el que sale de la imprenta, una Segunda Edición, como herencia para futuras generaciones.

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SANTA MARÍA DE LA ANTIGUA DEL DARIÉN:

LA PRIMERA CIUDAD ESPAÑOLA DE LA AMÉRICA CONTINENTAL Por: Mario Jesús Gaspar Cobarruvias El 20 de julio de 1515, el rey Fernando II de Aragón, otorgó desde la ciudad española de Burgos, a la villa de Santa María de La Antigua del Darién, fundada hacia el 20 de septiembre de 1510 en el istmo de Panamá, la real cédula que le confirió su Título de Ciudad, escudo de armas, y le confirmó también como sede del primer obispado de la América Continental. De esta forma, esta población, que era también la capital de la provincia de Castilla del Oro, se convirtió en la quinceava ciudad hispanoamericana reconocida jurídicamente por la corona española, así como el primer cabildo dotado de ayuntamiento (edificio de sesiones) y municipio (territorio) de la América Continental; nueve años antes de la fundación de la Villa Rica de la Vera Cruz, hacia el 20 de mayo de 1519. El poblamiento europeo de la América Continental comenzó en la costa norte de Venezuela entre 1500 y 1503, extendiéndose hacia Colombia y la franja del istmo de Panamá hasta 1522. Simultáneamente avanzó en las islas de Cuba y Jamaica, entre 1510 y 1520. Desembocando, finalmente, en la Nueva España a partir de 1519, en que la presencia europea se volvió permanente hasta nuestros días. LOS ANTECEDENTES En 1502, el almirante Cristóbal Colón llegó a las costas de Veragua, en el istmo de Panamá, teniendo siempre como base de partida la isla de La Española (hoy República Domínicana/Haití), y fundó un asentamiento de existencia breve en las costas del Caribe, llamado Belén, que fue destruido por los nativos de la región. Otros emplazamientos en tierra firme del continente, y anteriores a Santa María la Antigua del Darién, fueron el poblado de Nombre de Dios, levantado por Diego de Nicuesa durante su gobernación de Veragua, y el de Santa Cruz, levantado por Alonso de Ojeda durante sus exploraciones en Venezuela, en la efímera gobernación de Coquivacoa, hoy la Guajira, y que duró sólo tres meses. Existió también el fuerte llamado San Sebastián de Urabá, fundado también por Ojeda en el actual territorio de Colombia, y que rápidamente fue abandonado para buscar su traslado a otro lugar más seguro. Ojeda, había partido de regreso a Santo Domingo debido a que la situación se había tornado insostenible en el fuerte de San Sebastián, primer intento de los españoles para establecer una base en la costa Caribe del continente; la zona muy belicosa y malsana. Y de los 300 exploradores iniciales que había llevado Ojeda, quedaban solamente 42 sobrevivientes. El mando de San Sebastián le fue encomendado a Francisco Pizarro, quien debía resistir durante cincuenta días hasta que Ojeda volviera, cosa que nunca sucedió. Como comandante quedó entonces Martín Fernández de Enciso, quien había llegado con algunos refuerzos para tratar de salvar la situación. Fue entonces cuando Vasco Núñez de Balboa sugirió que la población del fuerte se trasladara al oeste del Golfo de Urabá, territorio que conocía por haberlo explorado desde 1501, por ser las tierras más fértiles y menos peligrosas. Al llegar a esa nueva región, los españoles se encontraron con el cacique Cémaco, y hubo fuerte resistencia por parte de los indígenas. Los españoles prometieron entonces a la Virgen de la Antigua, venerada en la ciudad española de Sevilla, que de salir triunfantes en la batalla darían su nombre a la nueva población que querían fundar. También acordaron enviar un romero a Sevilla con joyas y alhajas cuando la situación se enderezase. Es de señalar que esta referencia a la Virgen de La Antigua, en nada se relaciona con el nombre del pueblo veracruzano de La Antigua, pues en este caso y, según la costumbre española, refiere a su mayor antigüedad de 75 años, precediendo a la Nueva Veracruz (hoy ciudad de Veracruz) fundada en 1600. PRIMERA CIUDAD Y PRIMER CABILDO Tras poner en fuga a los indígenas, los españoles convirtieron la choza mayor del poblado en una rústica iglesia, que más tarde sería de mampostería. Este edificio dedicado a la Virgen de La Antigua, sería la primera iglesia de la América Continental, siendo la primera de todo el continente la iglesia principal de la ciudad de Santo Domingo en la isla de La Española (hoy República Dominicana). Inicialmente, el bachiller Martín Fernández de Enciso asumió el cargo de alcalde mayor en virtud de órdenes de las que decía ser acreditado, pero que había perdido en un naufragio. La nueva población fundada hacia el 20 de septiembre de 1510, después de la victoria sobre el cacique Cémaco, se llamó inicialmente La Guardia, y no tuvo fundación formal con acto protocolario y notario, pero fue reconocida ampliamente y sin objeciones por la corona española. El escaso tacto e intolerancia de Enciso para con los soldados, propició que fuera reemplazado por Balboa, y éste convocó en noviembre de 1510 a un cabildo abierto de los vecinos para elegir autoridades. De esta forma, por aclamación popular, Balboa y Benito Palazuelos fueron designados como los dos alcaldes ordinarios, con Juan Valdivia y Diego Albítez como regidores y Bartolomé Hurtado como alguacil. Palazuelos sería sustituido al poco tiempo por Martín Zamudio como alcalde ordinario. Con el paso del tiempo, Balboa ascendería también a los cargos de alcalde mayor, y más tarde a gobernador de la naciente provincia del Darién. Mediante la autoridad que le confirió el nuevo cabildo, rebautizó a la población como Santa María de La Antigua del Darién, y se le considera su verdadero fundador, por encima de Martín Fernández de Enciso. Este cabildo darienita, fue el primero de la América Continental, y, por su forma de actuar, si bien era ilegal para la corona española al carecer de autorización para poblar por parte del virrey Diego Colón, constituyó el primer acto de gobierno democrático en tierra firme. La fundación de La Antigua del Darién tuvo mucho paralelismo con la que Cortés hizo en la Villa Rica de la Vera Cruz, y la experiencia en tierras panameñas fue provechosa para los soldados que,

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Tlaxcaltecas en la Conquista del Perú.

Por: Enrique Sada Sandoval Desde la historiografía oficial, desde su óptica miope y centralista, mucho se ha focalizado sobre la gran participación de la etnia tlaxcalteca como nación conquistadora en el centro de México y, hasta cierto punto, en lo que respecta al norte del país y el sur de los Estados Unidos de Norteamérica. Es un lugar común, y tema bastante abordado tanto por los historiadores académicos como por los típicos mercenarios al servicio del sistema político mexicano, encasquillándose estos últimos en lo que respecta a la caída de Tenochtitlan. Sin embargo, si algo ha pasado de largo para quienes han pretendido imponer una visión única desde la retórica oropelesca de la «historia de bronce», ignoran por lo general que la contribución tlaxcalteca no sólo se limitó a nuestro país y al del vecino del norte, puesto que también se expandió más allá de las fronteras de lo que ahora conocemos como Mesoamérica. Fue gracias a esto que, las autoridades virreinales en la capital de este nuevo reino, acudieron a sus servicios como colonizadores y combatientes a la hora de abrirse paso hacia el Septentrión, donde fundan villas y ciudades prósperas como San Esteban de la Nueva Tlaxcala en Santiago del Saltillo; San Miguel de Mezquitic en el Altiplano potosino; San Juan del Río en Querétaro, Colotlán en la Nueva Galicia (Jalisco) y Ciudad Real (San Cristóbal de las Casas) en Chiapas, llegando incluso hasta Las Floridas. Sin embargo, más allá de los que se les refiere por su participación en las Guerras chichimecas, que tan bien refiriera el historiador e hispanista norteamericano Philip Powell, muy poco se menciona de su presencia activa en lo que respecta a Guatemala, las Filipinas y la fundación del muy próspero Virreinato del Perú. En cuanto a este último caso, el historiador Cubano-Mexicano Alejandro González Acosta, conforme a documentos virreinales, demuestra cómo entre los participantes en la refundación por parte de los peninsulares de la antigua ciudad de Cuzco —que data del siglo XIII— se ha descubierto un gran número de indígenas tlaxcaltecas, en su mayoría, provenientes de México, con la expedición de Pedro de Alvarado como Adelantado, quien los terminó cediendo a Francisco Pizarro y Diego de Almagro como parte de una transacción militar, estableciéndose y mestizándose con los nativos quechuas, con quienes establecieron una comunidad.   Otra autoridad académica que apuntala este acontecimiento de reciente conocimiento para nosotros, es el que brinda Rosario Navarro Gala, quien haciendo uso de uno de los primeros documentos redactados en castellano en este nuevo Virreinato, como el llamado «Libro de Protocolo del primer Notario Indígena del Cuzco» —mismo en el que se compilaron una serie de documentos oficiales del siglo XVI—, aparece la mención de varios nombres y apellidos de indígenas establecidos a los que se reconoce e identifica como «Mexicano». De hecho, nombres y reconocimientos como tales se les hace inmediatamente a partir del nombre, sobre todo en documentos legales y en Fes de Bautismo, Matrimonios y Defunciones en donde, previamente, se consignan como apostilla al acontecimiento o celebración que se ha llevado a cabo su identidad en breve como «Capitán Pedro Mexicano», «Antonio Mexicano» o «Ylario Arias Mexicano», según la costumbre, propia de los libros sacramentales de la época. Llegados a este punto, es de admirarse cómo, después de haber sido una nación o etnia abusada y explotada por un largo tiempo, y duramente, por la tiranía sanguinolenta del imperio mexica —al igual que otras naciones vencedoras como los tepanecas, tlatelolcas, texcocanos, xochimilcas y varias más—, esta tribu vigorosa desplegó lo mejor de sí misma, destacándose hasta convertirse en un pueblo conquistador y civilizador al poco tiempo del arribo de Hernán Cortés, y del triunfo épico de este último como Capitán General y Conquistador, gracias a las cuatro cabeceras heroicas de Tlaxcala.

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ANTONIO DE TORRES, EL PRIMER ALCALDE DEL CONTINENTE AMERICANO

Por: L.C.C. Mario Jesús Gaspar Cobarruvias En México, y en especial en el Estado de Veracruz, es todavía creencia que el primer cabildo o ayuntamiento de América se fundó con la expedición del capitán general extremeño Hernán Cortés hacia el 20 de mayo de 1519, en los arenales frente al islote de San Juan de Ulúa. Sin embargo, dos hechos irrefutables se contraponen a esta creencia que, aún hoy en día, en pleno siglo XXI, es repetida e incluso utilizada como lema de gobierno y de campaña electoral en este país. La primera es que los españoles, al mando del Almirante Cristóbal Colón, arribaron desde 1492 al continente americano, abordándolo por sus islas del Mar Caribe, trayendo consigo, no sólo barcos, armas de fuego, caballos y frutos, sino también las diversas instituciones que formaban parte y regían su vida cotidiana en la península Ibérica, destacando dos de ellas que permitieron la rápida expansión de la presencia europea y su llegada a tierras mesoamericanas en 1519: la iglesia y el cabildo. La iglesia dirigía la directriz primaria suprema, que era la evangelización de los distintos pueblos que se iban encontrando en el avance por el Nuevo Mundo, conforme a las creencias que se tenían en el siglo XVI, en una sociedad que apenas estaba saliendo de la Edad Media hacia el espíritu más abierto en ideas del Renacimiento. Pero esa labor fundamental hubiera sido imposible sin la acción gubernamental del cabildo, cuya función era implantar la autoridad de la corona de Castilla en tierras tan lejanas, y, a la vez, representar los intereses de los vecinos que hicieron la travesía interoceánica. Así, se evitaba la propagación de la anarquía en las nuevas tierras descubiertas, al llevar las instituciones encargadas de regir e impartir justicia que ya funcionaban desde siglos antes en los reinos cristianos. De no ser así, se corría el riesgo de que los alzados, a largo plazo, enajenaran territorios que eran reconocidos en Europa como parte del imperio español. Una armada como la de Cortés, con 11 naves, con alrededor de 600 combatientes y 200 auxiliares africanos e indígenas, organizada en la isla de Cuba y no en España, procedía de un territorio previamente sometido por los españoles, con un orden jurídico bien establecido en pueblos y ciudades. Cortés arribó al Nuevo Mundo en el año de 1504, y fue recibido en la isla de La Española (hoy dividida en los países de República Dominicana y Haití) por el gobernador Nicolás de Ovando. Este puesto indicaba la existencia de una jurisdicción territorial entera con ciudades o villas que se estaban fundando y poblando con gran rapidez; este proceso colonizador se dirigía desde la ciudad de Santo Domingo, fundada en 1502. El 7 de diciembre de 1508, por cédula real del rey Fernando II, trece de esas poblaciones fueron premiadas con el título de ciudad y con el privilegio de poseer escudo de armas: Santo Domingo, Concepción de La Vega, Santiago, Bonao, Buenaventura, Puerto Plata, San Juan, Compostela, Villanueva de Aquino, Verapaz, Salvaleón, Santa Cruz, Puerto Real y Lares de Guanaba. Este hecho refuerza la existencia de numerosos cabildos o ayuntamientos en el Nuevo Mundo, mucho antes que el arribo de Cortés en 1519. Este personaje participó, a partir de 1511, en la conquista de la isla de Cuba, bajo el mando de Diego de Velázquez Cuellar, mismo que llegó a ser teniente de gobernador de la isla. Durante su gestión se fundaron 8 nuevas ciudades, siendo el mismo Cortés fundador de la de Santiago de Cuba y su primer alcalde ordinario. INTEGRACIÓN DE LOS CABILDOS Los cabildos de españoles en América, eran instituciones basadas en el modelo del municipio libre de Castilla. Fueron creados por una adaptación a un nuevo medio de los ayuntamientos medievales de España, que en ocasiones también habían sido llamados cabildos, en similitud con los cabildos eclesiásticos de las iglesias catedrales. El término cabildo proviene del latín capitulum, «a la cabeza». El nombre completo con que se encabezaba cada uno era «Muy Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento de…». Su importancia radicaba en que sus funcionarios electos representaban a los pobladores ante los reyes y altos magistrados, aplicando las leyes, decretos, respetando los derechos y privilegios señalados por la ley, o concedidos por provisiones y cédulas reales. Los cabildos americanos comúnmente convocaban de dos a cuatro regidores en sus inicios, y hasta doce ya bien avanzado el siglo XVI. Ellos elegían a dos alcaldes ordinarios para impartir justicia. El primero de ellos, el alcalde ordinario de primer voto, fue la figura jurídica a partir de la cual se evolucionó, tras diversas transformaciones, ajustes y cambios a lo largo de varios siglos, a la que hoy rige los municipios, y que en países como México se conoce bajo el nombre de presidente o presidenta municipal. Si bien en muchos lugares, en recuerdo de su origen colonial, todavía se le menciona —en forma ya incorrecta— como alcalde o alcaldesa. Un alcalde (del árabe-hispano, alqáḍi o juez) era, y continúa siendo, un cargo público que se encuentra al frente de la administración pública de una población con rango de ciudad o villa. Su función era impartir justicia y la emisión de bandos aprobados por los regidores, regulando la vida pública de los pobladores dentro de su jurisdicción territorial. Al ser electos, el alcalde de primer voto representaba a la nobleza, y el de segundo voto al pueblo común. Por ejemplo, al fundarse el cabildo de la Villa Rica de la Vera Cruz en 1519, se conoce que el joven capitán Alonso Hernández de Portocarrero —que era sobrino del conde de Medellín y hombre de confianza de Cortés— fue elegido alcalde ordinario de primer voto, representando a los hidalgos o nobles de baja categoría que, como el propio Cortés, ejercían el mando militar de la expedición. Y en ausencia, al capitán Francisco de Montejo, representando a los centenares de hombres procedentes de las clases bajas y de los más diversos oficios (campesinos, herreros, comerciantes, carpinteros, etc.). Los alcaldes ordinarios

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