Mango Verde

Enrique Sada

Catedrático investigador multigalardonado. Condecorado Caballero de la Orden de San Miguel del Ala, por la Casa Real de Braganza en 2005. Ganador del Premio Internacional Conde Emmanuel Las Cases 2007, por la Sociedad Napoleónica Internacional, y del Premio Internacional de Ensayo Hispanoamericano Cartagena de Indias, en Colombia, sobre la Independencia de la América Española, durante los festejos del Bicentenario; entre otros reconocimientos.

Día de muertos: de origen hispánico y medieval

Como parte de una de nuestras tradiciones más vivas y festejadas como mexicanos de norte a sur, el Día de Muertos se erige como una celebración multicolorida que contrasta con la típica idea de la muerte como algo lúgubre. Sin embargo, aún esta celebración que nos une no ha estado exenta de ser víctima del populismo oficialista y hasta de nuevas modas extranjeras —propias del marxismo cultural como la etnolatría y el falso indigenismo— en nuestro país, donde se ha querido vender la idea de ser una fiesta exclusiva de origen prehispánico, lo cual es falso, tal como lo demuestra también el arqueólogo mexicano Víctor Joel Santos Ramírez quien subraya que estas fiestas nacen nada menos que de la Europa medieval y sus rituales cristianos, por lo que no son resultado del sincretismo indígena y europeo. Así lo refiere en su ensayo El origen del Día de Muertos, como investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y Maestro por la Universidad Autónoma de Sinaloa. En efecto, será el Papa Bonifacio IV quien inicialmente instaura el 13 de mayo del año 609 como Día de Todos los Santos para honrar a los protectores de la Iglesia y contrarrestar el paganismo, consagrando el antiguo templo romano del Panteón de Agripa como Iglesia de Santa María de los Mártires, mejor conocida actualmente como Santa María la Redonda, modificándose a noviembre por cuestiones de clima y provisión de alimentos en el Viejo Mundo, consagrándose a todos los santos y mártires que gozan de la visión de Dios el 1, mientras el 2 se dedica a quienes reposan en Cristo, sin alcanzar aún la visión beatífica todavía. Ambas celebraciones llegan a México en el siglo XVI, comenzando en las primeras iglesias franciscanas de Texcoco, Tlaxcala y el Convento grande de San Francisco en la capital de la Nueva España, donde el gran Fray Toribio de Benavente «Motolinia» describe que las ofrendas de los indios incluían maíz, mantas, comida, pan, gallinas y, en lugar de vino, cacao. Y ponen sus ceras, porque: «aunque son pobres… buscan de su pobreza y sacan para una candelilla». A finales del siglo XIX las fiestas del Día de Muertos estaban en decadencia, y será hasta el régimen cardenista (1934-1940) que, según el investigador, fueron reinventadas con el propósito de quitarle poder a la Iglesia Católica y asociarlas con la idea nacionalista, destacando a la muerte por encima de los santos: «Para tal efecto, Cárdenas se hizo rodear de intelectuales socialistas como Frida Kahlo, Diego Rivera, Octavio Paz y José Clemente Orozco. Lo cierto es que este proceso ya venía desarrollándose desde las reformas de Juárez; los grabados de José Guadalupe Posada son una muestra de esa desacralización y del divertimento que ya tenía la fiesta del Día de Muertos al inicio del siglo XX. Lo nuevo fue integrarla a la idea nacionalista y exponerla como parte del folclor mexicano, como ya se aprecia en la película ¡Qué Viva México! (1930), de Serguéi Ensenstein, asesorada, por cierto, por algunos de los intelectuales antes mencionados». Como refiere el arqueólogo en su estudio, lo reprobable en este caso no es desconocer el carácter religioso de las festividades, sino vender la falsa idea de un supuesto «origen prehispánico», que a su juicio es: «Una mentira fabricada que ha venido repitiéndose hasta el día de hoy, legitimada por intelectuales, incluidos historiadores y antropólogos, así como por políticos, ahora con una nueva modalidad: convertirla en un producto de consumo turístico, lo cual se ha venido concretando durante las primeras dos décadas del siglo XXI (el caso más notorio es el famoso Desfile de muertos de la Ciudad de México) y entonces sí, estaremos hablando de una celebración sincrética, vacua y anticultural». Sin duda, algo que coincide también con lo asentado hace más de una década también por otra antropóloga como la Dra. Elisa Malvido (Q.E.P.D.), quien subrayó a través de diversas publicaciones, tanto como presentaciones, el origen eminentemente europeo medieval de una de las celebraciones que, gracias a nuestra Herencia Hispánica, hoy por hoy, todos los mexicanos nos podemos honrar que nos pertenece.

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El odio a lo mexicano

«Si un mexicano  odia lo español, se odia a si mismo». Miguel León Portilla. Uno de los fenómenos políticos más importantes del siglo XX y en los que menos se ha reparado es el ocaso del Imperio Británico. A la par que el fin del Imperio Ruso y la elevación de la tiranía socialista soviética, la desconfiguración de esta  hegemonía supuso en su momento un duro golpe al poderío y dignidad de la nación que se enseñoreaba todavía como “reina de los mares” en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Para lograr sobrellevar esta decadencia en sus instituciones y sobre todo entre sus ciudadanos, Reino Unido se vio orillado a recurrir a dos herramientas para salvaguardar lo posible a través de la gobernanza y la retórica. En el primer caso, a través de una mancomunidad de naciones de habla inglesa, la Comonwealth, sobre las que fueron sus antiguas colonias con el fomento de vínculos comerciales e identitarios en estos nuevos países independientes; y en segundo lugar, a través del relanzamiento de la Leyenda negra antihispana en la que en vez de reparar en las antiguas glorias inglesas se enfatizaba el mito de la supuesta crueldad y oscurantismo del Imperio español en América y en el mundo, con lo que se recalentaba también una nueva entrega de odio con racismo sistematizado—muy mal disimulado—contra el mestizaje, la religiosidad católica y los grandes frutos que esta mezcla logró brindar a lo largo de trescientos años de civilización y hermanamiento a la cultura occidental. Esta embestida de propaganda oficial se diseñó para ser diseminada a través de dos frentes: en el viejo y en el nuevo mundo a partir de la década de los veintes. Desde el gobierno británico sobre España, a través de aislamiento diplomático e impresos en el primer caso, en tanto por la vía del Smithsonian como institución cultural de gobierno en los Estados Unidos de Norteamérica. De este caldo de cultivo abrevaron varios regímenes políticos en ambos lados del mar haciendo sentir sus efectos; ya sea a través de apoyo contra el bando nacionalista durante la Guerra Civil española como lo hizo Stalin directamente o el gobierno norteamericano a través de la Brigada Abraham Lincoln; y en México el régimen de la “revolución  triunfante” con asesinatos y persecusiones antirreligiosas que duraron hasta 1941, además de la imposición de la educación socialista desde la Máxima Casa de Esudios del país. En nuestro país, una de las medidas oficiales para justificar esto fue la publicación de pasquines donde se endiosaba un falso indigenismo etnólatra y centralista en detrimento de las 200 naciones indígenas existentes, de la herencia mestiza y las tradiciones religiosas a través de la cultura financiada por el gobierno como es el caso de los murales de Diego Rivera en contra de la epopeya de la Conquista y el Virreinato donde el cretinismo doloso le hizo reproducir, con muy buena paga, desde crueldades inexistentes hasta los desvaríos archirefutados del gran mitómano esclavista que fue Bartolomé de las Casas. El odio contra lo español se tradujo a su vez en odio hacia todo lo mexicano, no solo en nuestro país, como era de esperarse, puesto que si los hijos propios de aquella gran mezcla de los hispano peninsular y lo nativo americano no fueron capaces de advertir que esto era en detrimento de su población, los hijos de Inglaterra al norte del Río Bravo sí se los hicieron saber a través de linchamientos públicos tanto como medidas discriminatorias impuestas desde establecimientos, hoteles y negocios donde públicamente se les negaba entrada o servicio a mexicanos, españoles y negros por igual hasta la promulgación de los Derechos Civiles en el año de 1970. En México por desgracia, esta estela de adoctrinamiento burdo ha persistido hasta la fecha tanto en el imaginario del ciudadano común como en el discurso oficial de los distintos gobiernos y regímenes que desde entonces apuestan a la desmemoria histórica para lucrar, solo desde la retórica hueca, con supuestos agravios contra indígenas muertos para olvidarse de los indígenas que viven y de la nación mestiza a la que deberían representar.

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Los irlandeses que murieron mexicanos (Parte final)

Por: Enrique Sada Sandoval Scott sólo redujo sentencia a 15 san patricios prisioneros. A Riley y cinco compañeros se les suspendió la pena de muerte porque habían desertado antes de que el Congreso estadounidense declarara la guerra. En lugar de ser ahorcados, estos hombres recibirían cincuenta azotes en la espalda y serían marcados con un hierro candente con la letra “D” (de desertor) de cinco centímetros, permaneciendo prisioneros mientras el ejército invasor se mantuvo en el país. El 7 de septiembre de 1847 terminó el armisticio, y mientras continuaron las batallas en los alrededores de la ciudad de México, los san patricios condenados enfrentaron su sentencia. El 10 de septiembre, 14 hombres fueron atados a los árboles en la plaza de San Ángel, tras lo cual un arriero mexicano les infligió cincuenta latigazos en sus espaldas en tanto 16 san patricios vestidos con sus uniformes mexicanos eran colgados. Nueve de los cuerpos fueron enterrados en las cercanías, y sus tumbas fueron cavadas por Riley y los otros prisioneros marcados. Tres días después de las ejecuciones de San Ángel, los treinta restantes fueron ahorcados cerca de Mixcoac de una manera tan cruel como dramática: el coronel William Harney, siguiendo seguramente órdenes de Scott, coordinó las ejecuciones con el asalto estadounidense al castillo de Chapultepec, que se veía claramente a distancia. En la madrugada colocó a los prisioneros en las carretas debajo de los cadalsos y anunció que permanecerían ahí, con las sogas alrededor del cuello, hasta que la bandera estadounidense se izara sobre el castillo. Poco antes de las nueve y media de la mañana, cuando las barras y estrellas remplazaron a la bandera mexicana sobre el alcázar, el coronel ondeó su espada y las carretas avanzaron sin detenerse, lanzando a los san patricios hacia la eternidad. El Batallón de San Patricio tuvo una vida corta; la mayoría de sus veteranos fueron removidos de sus cargos, otros siguieron arrestados y algunos más fueron deportados o trasladados como Riley, a Puebla de los ángeles. Aunque Puebla era un lugar de servicio agradable y Riley un oficial con grado de campo, parece no haber recibido la atención o subsistencia correspondiente con su heroísmo, pues para julio de 1848 se quejaba ante el cónsul británico en la capital mexicana: «Me he estado muriendo de hambre en estas calles de Puebla». Según cálculos propios, su pago retroactivo sumaba la cantidad de 1,275 pesos más 456 pesos por asegurar personalmente los alistamientos de 152 hombres en el Batallón de San Patricio (un acuerdo previo establecía tres pesos por cada uno). Además, solicitaba licencia absoluta y nueve leguas de tierra en Sonora o Jalisco para su subsistencia. Para el verano de 1850, Riley recibió licencia con paga completa por incapacidad de servicio, y fue enviado a Veracruz, donde seguramente se embarcó. Aunque Riley recibió licencia absoluta con honores en ese mismo año, las memorias del militar Samuel Chamberlain sostienen que después de la guerra, Riley se casó con una acaudalada señora y se quedó a vivir en México para siempre. Sin embargo, otros indicios más recientes apuntan a sus descendientes, quienes refieren que en Veracruz se embarcó rumbo a Tejas para establecerse ahí, volviendo a su Patria, la nuestra, sólo para morir y ser enterrado en la catedral veracruzana. Dos veces al año, el día de San Patricio y en el aniversario de los ahorcamientos, mexicanos e irlandeses se reúnen en la Plaza de San Jacinto en San Ángel para honrar a los san patricios. Es una ceremonia conmovedora (pese al desinterés del Gobierno Mexicano). Si alguna vez un gobierno patriota se propusiera erigir una placa conmemorativa respetable en honor a los san patricios o un monumento verdaderamente digno de los hombres que por su propia cuenta decidieron morir como mexicanos pese al hecho de haber nacido extranjeros, esta deberá incluir sin lugar a dudas a los 57 miembros que perdieron sus vidas, luchando contra el más cruel de los invasores entre las ondonadas semiáridas y los campos que circundan el Valle de La Angostura en Coahuila y de Churubusco, además de los 50 ahorcados en las afueras de la ciudad de México. La Patria espera generosa el día en que la voz le sea dada para recordar, por medio de sus propios hijos, con los honores y el amor correspondiente, a todos aquellos que derramaron su sangre o perdieron su vida por acudir al auxilio de la misma durante una de sus horas más oscuras.

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Los irlandeses que murieron mexicanos (II Parte).

En cuanto tuvo conocimiento del campamento militar estadounidense sobre el Río Bravo, el General Pedro Ampudia, Comandante de la División mexicana del Norte, llegó rápidamente a la zona con refuerzos de 2,400 efectivos, no sin antes ordenar la impresión de varios volantes en inglés que pasaron de contrabando al campamento estadounidense. Dirigido «A los ingleses e irlandeses del ejército del General Taylor», Ampudia protestaba contra la agresión estadounidense e invitaba a los soldados a desertar en los siguientes términos: «Recuerden que nacieron en Gran Bretaña, que el gobierno estadounidense mira con frialdad la poderosa bandera de San Jorge y está provocando hasta que truene al pueblo guerrero al que pertenece; el presidente Polk está manifestando con desafío el deseo de tomar posesión de Oregon, como ya ha hecho con Tejas. Así pues, vengan con toda confianza a las filas mexicanas». El intento de Ampudia hizo eco en muchos, siendo uno de los primeros desertores en cruzar el río Bravo un irlandés llamado John O’Riley, conocido a la postre como John Riley o Juan Reily, quien se convirtió en leyenda viva al debutar como jefe del Heroico Batallón de San Patricio. En cuanto a Riley, las fuentes de la época lo describen como un individuo musculoso de hombros anchos, de un metro con ochenta y siete centímetros de altura, cabello oscuro, ojos azules y tez rubicunda, que había servido en los ejércitos de tres países: Gran Bretaña, Estados Unidos y México. Un domingo 12 de abril, Riley consiguió permiso de sus superiores para asistir a una misa ofrecida por un sacerdote de Matamoros, pero nunca volvió a su unidad y fue reportado como desertor. Dos años y medio después, Riley refirió que se le había dado a elegir entre unirse al Ejército Mexicano del Norte o ser fusilado, por lo que escogió la primera opción y fue comisionado como primer Teniente de la artillería donde recibió su espada como distintivo, y arma, portada por los oficiales de rango: «Desde abril de 1846, cuando me separé de las fuerzas norteamericanas […] he servido constantemente bajo la bandera mexicana. En Matamoros formé una compañía de 48 hombres». Para julio de 1847 los integrantes del Batallón de San Patricio ascendían a más de 200. Aunque esta unidad la conformaban en su mayoría desertores del ejército estadounidense —tanto nacidos en Estados Unidos como inmigrantes europeos—, entre sus miembros había extranjeros residentes en México, ciudadanos británicos y, como hemos dicho, veteranos de las guerras napoleónicas. Este Cuerpo combatió bajo una bandera propia con diversas variantes según parece: Riley refirió que la bandera verde esmeralda tenía la imagen de San Patricio, con un trébol en el anverso y la mítica arpa de Erin en el reverso. Mientras un corresponsal norteamericano la describió hecha de seda verde con un arpa bordada y el escudo de armas mexicano con las palabras «Libertad por la República Mexicana», y bajo el arpa la leyenda «Erin go Bragh» (Irlanda por siempre). Samuel Chamberlain la recordaba como: «Una hermosa bandera de seda verde ondeaba sobre sus cabezas; en ella brillaba una cruz plateada y un arpa dorada, bordadas por las manos de las bondadosas monjas de San Luis Potosí». Su primera batalla ocurrió en el pueblo de Matamoros sobre el margen del Río Bravo, de donde marcharon para asistir a la ciudad de Monterrey en su defensa. Mientras Taylor ocupaba Monterrey, la defección de tropas alentadas por el ejemplo de los san patricios se convirtió en un grave problema, como refirió el mayor Luther Giddings respecto a cincuenta desertores: «A éstos el enemigo [los] recibió con alegría y alistó rápidamente en sus filas, donde sirvieron con un coraje y fidelidad que nunca habían exhibido en las nuestras. Sin duda, el más humilde del batallón de San Patricio fue honrado con mucha consideración por los mexicanos». Y es que el Ejército estadounidense fue culpable de estas deserciones en tanto practicaba una política de discriminación brutal contra los Católicos, pues la soldadesca protestante alentaba la profanación de imágenes religiosas y vandalismo contra los templos en suelo mexicano, además de violaciones de mujeres y el pillaje de bienes eclesiásticos que era ampliamente permitido por los oficiales del Ejército invasor.

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Los irlandeses que murieron mexicanos (1 Parte)

Para Stephen Murray, orgulloso mexicano e irlandés; y para los honorables miembros de la Orden de San Patricio. Entre el devenir de los tiempos—por encima de la mitomanía de la «historia oficial»—existe un capítulo glorioso en la memoria mexicana y que, no obstante, permanece bajo un manto pesado de conveniente olvido para el sistema político y para todos los gobiernos emanados a partir de la «Revolución triunfante». Este episodio nacional es tan digno de ser recordado con orgullo como en su momento lo fue el nombre común de aquel puñado de hombres valerosos que, no conformes con unirse contra todo pronóstico al bando de la libertad y la justicia, todavía logró atraer detrás de sí lo mismo a compatriotas suyos que a otros extranjeros para luchar juntos bajo el pabellón trigarante en contra de la nación de las barras y las estrellas, durante la invasión de 1847. Los antecedentes son del todo conocidos en ambos países. Tras la derrota ominosa de Santa Anna en la batalla de San Jacinto y la firma de los llamados Tratados de Velazco en 1836, el Gobierno Mexicano había permanecido indolente ante la pérdida de la provincia de Tejas, misma que abarcaba desde el Río Nueces hasta la Louisiana. Lejos de adoptar una política pragmática como lo hiciera Gran Bretaña al reconocer a Tejas como país (en aras de evitar su anexión a los Estados Unidos) o de recuperar por la fuerza lo que por legítimo derecho correspondía a la nación, la clase política se mantuvo cruzada de brazos hasta que sucedió lo previsible: en 1845, Tejas se anexa como una estrella más de la Unión Americana. Este hecho hizo que las relaciones entre México y los Estados Unidos se volvieran más tirantes, y prepararon el camino inevitable hacia una guerra que sólo necesitaría cualquier provocación mínima para detonar. En este caso, dicha provocación sería provista por el esclavista presidente James Knox Polk, para justificar por medio de la agresión más vil sus pretensiones expansionistas sobre México. Como consecuencia de lo anterior, estalló en San Luís Potosí una revolución que se pretendía monarquista con el General Mariano Paredes y Arrillaga como jefe, quien veía como traición inminente cualquier intento de negociación o arreglo territorial con el vecino país. Para evitarlo, pretendía reestablecer una Monarquía Constitucional que sustituyera orgánicamente a la débil y desacreditada república mexicana, bajo el impulso liberal del Infante Don Enrique de Borbón quien, con apoyo militar de España, Inglaterra y otras potencias europeas, pondría, en teoría, un alto a la voracidad criminal de los Estados Unidos de Norteamérica en contra de nuestro país. Sin embargo, el arribo de Paredes a la presidencia de la República fue tan breve que justo cuando convocaba a un Congreso para analizar el cambio de sistema de gobierno, pese al consenso popular a favor en este mismo sentido, fue derrocado por la rebelión federalista dirigida por Valentín Gómez Farías quien, contando de antemano con el apoyo económico de Washington y al grito de «¡Contra el Príncipe extranjero!», mandó a traer de vuelta a Santa Anna del exilio. La intervención norteamericana fue tan evidente en este vergonzoso episodio que el mismo gobierno estadounidense no sólo le flanqueó el bloqueo naval para que pudiera ingresar al país: asumió todos los gastos para hacer volver al jalapeño a México, a través del agente Alejandro Atocha, con las fatales consecuencias que habrían de acontecer posteriormente. Mientras esto ocurría, en enero de 1846 en el extremo norte, el general Zachary Taylor marchaba al suroeste de Texas, por órdenes del presidente Polk, donde comandaba un ejército estadounidense de 3,900 hombres —algunos incluso veteranos destacados de las guerras napoleónicas— de los cuales la mitad habían nacido en Irlanda, Gran Bretaña o Europa occidental. Los hombres de Taylor construyeron como provocación una fortaleza sobre la ribera izquierda del río Bravo, frente a Matamoros, donde existía una base militar mexicana. El 25 de abril de 1846 una unidad de la caballería mexicana atacó a una estadounidense que se introdujo en territorio mexicano, dando muerte a once angloamericanos, hiriendo a seis y tomando prisioneros a 63. Taylor envió la noticia urgentemente a Washington, donde Polk usó el incidente que él mismo había preparado para poder declarar la guerra que tanto deseaba, e intentar justificarse ante la opinión pública.

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Vergüenza olímpica.

Por Enrique Sada Sandoval Repugnante y de muy bajo presupuesto es como se puede definir la Ceremonia de apertura a las Olimpiadas del 2024, llevadas a cabo en Francia, teniendo por sede a la ciudad de Paris. Lo que pudo ser un gran espectáculo, digno de uno de los eventos históricos deportivos más importantes por su realización cíclica, terminó siendo un triste espectáculo autodegradado, tanto por las autoridades del país como por aquellos a quienes designaron para que montaran dicha inauguración. Fuera de la hermosa Salma Hayek y la aparición simpática de Snoop Dogg alternándose la antorcha olímpica—curiosa costumbre ideada y establecida originalmente por Joseph Goebbels como Ministro de Propaganda para las Olimpiadas de la Alemania Nacional Socialista de 1936—la ceremonia, y lo que va del evento, han dejado mucho que desear, generando repudio generalizado debido a una serie de controversias innecesarias que pudieron haberse evitado. Uno de los sucesos más lamentables fue el trato indigno y rupestre que se dio a los artistas de Conservatorio que integraban la Orquesta, elegidos como virtuosos, para interpretar parte del repertorio inaugural, a quienes se les obligó a presentarse de manera irrespetuosa a la inclemencia de la lluvia que suele ser bastante usual durante estas fechas; mismos a los que se expuso a padecer esta inclemencia con todo y sus instrumentos valiosos tanto como delicados, dotándoles solamente de bolsas de plástico transparente para cubrirse, pues no merecieron siquiera un modesto toldo por parte de las autoridades parisinas. Otro gesto de mal gusto dentro de esta ceremonia fue el hacer nada menos que apología del crimen y la violencia, iniciando todo con un montaje patético en que se mofaban del feminicidio de la Reina María Antonieta de Habsburgo, esposa de Luis XVI, a quien se presentó guillotinada, con su cabeza parlante en el regazo: preludio de una de las etapas más oscuras de la historia de Francia como lo fue el Terror jacobino con Robespierre. El culmen del absurdo fue la grotesca e innecesaria burla a la celebración de la Eucaristía, con una parodia hecha por comediantes travestidos (cosa que nada tiene que ver con el deporte) y que, como era de esperarse, fue lo que más repudio generó, hasta el grado de que el evento perdiera patrocinadores al día siguiente. Sin embargo, lo impensable fue que esta burla directa contra la Cristiandad tuvo un intento de apoyo por parte de algunos «tontos útiles» o «idiots útiles», como dijera Stalin, que quisieron oficiar como historiadores del Arte y trataron de vender que se trataba de una parodia a una obra de Van Biljert, aunque quedaron en ridículo una vez que los mismos «artistas« a quienes defendieron, admitieron públicamente que sí se trataba de un ataque a Cristo y a la Última Cena, como reconoció y publicó la misma Barbara Butch, que presidió esa triste representación. Las respuestas de rechazo general no se hicieron esperar. El célebre Cardenal Burke, desde el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Wisconsin refirió que: «Fuimos testigos de una manifestación increíble de la oscuridad y del pecado en nuestro mundo: la abominable burla de la Sagrada Eucaristía en su Institución para la inauguración de los Juegos Olímpicos de verano en París. Es difícil imaginar algo más degradado y blasfemo». Por su parte, Alain Finkelkraut, el famoso filósofo agnóstico francés, sentenció: «Fue un espectáculo grotesco que, desde las drag queen hasta Imagine, y desde la celebración de la sororidad hasta la decapitación de María Antonieta—una de las páginas más «gloriosas» de nuestra historia—desplegó piadosamente todos los estereotipos de la época. Patrick Boucheron (historiador, catedrático del Collège de France) tiene razón en una cosa: el genio francés brilló por su ausencia…entre la horrible coreografía de Lady Gaga y los dolorosos exhibicionismos de Philippe Katerine, ¿dónde estaba el gusto, la gracia, la ligereza, la delicadeza, la elegancia, incluso la belleza? La belleza ya no existe. Tras esa velada apocalíptica, me hice creyente». También se degradó a la mujer en los hechos. Más allá de la burla a María Antonieta, se permitió que en Boxeo femenil el argelino Imane Khlelif, que se autopercibe como «mujer», noqueara en 46 segundos a su contrincante italiana Angela Carini, en lo que ha sido hasta el momento, calificada ya—por su marxismo cultural—como la Olimpiada más vergonzosa de la Historia.

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Vinícola Cuatro Ángeles: orgullo nacional y lagunero

Por Enrique Sada Sandoval Desde la fundación y repuebla del Valle de Parras en el siglo XVI, la historia de la Comarca Lagunera ha venido a escribir una de sus páginas más gloriosas para la historia del norte de México, y ante el resto del mundo, por el cultivo de sus vides, como bien asentara en su momento el Exmo. Sr. Dr Sergio Antonio Corona Páez en su clásica obra La vitivinicultura en el pueblo de Santa María de las Parras: producción de vinos, vinagres y aguardientes bajo el paradigma andaluz (siglos XVII y XVIII). En efecto, gracias al tesón y esfuerzo civilizador en conjunto de españoles peninsulares, indígenas y mestizos como el Conquistador Francisco de Urdiñola, el misionero jesuita Juan Agustín de Espinosa y el Capitán Antón Martín Zapata, es que hasta la fecha nos encontramos con frutos palpables y una tradición que perdura hasta hoy, teniendo en la antigua Vinícola del Marqués de Aguayo a la más antigua de la América Española, al menos desde 1593. Desde entonces, los vinos mexicanos en general compiten con los productos europeos, sudamericanos y norteamericanos sin diferencias en calidad, a la par, quitando mitos y rompiendo paradigmas. Las medallas son testigos de ello, y poco a poco se ve reflejado en el consumidor mexicano que cada vez más opta por estos productos elaborados en el país, volviéndolos sus favoritos; así lo prueban las estadísticas del Consejo Mexicano Vitivinícola, que demuestran que en los últimos lustros la preferencia de vinos mexicanos sobre extranjeros ha venido creciendo y, por lo tanto, estimulando esta noble industria Conforme con esta tradición y legado, la ciudad de Torreón (Coahuila), se ha engalanado a su vez gracias a la presencia de su propia Casa de Vinos como lo es la Vinícola Cuatro Ángeles, que este año ha venido a cosechar un nuevo Premio Internacional en el Concurso Mundial de Bruselas 2024(Concours Mondial de Bruxelles), que es una de las competencias internacionales de mayor prestigio de bebidas alcohólicas, vinos y espirituosos, creada en Bélgica en 1994. Aun y cuando se trata de una Casa Vinícola relativamente joven—que va en su décimo año desde que inició formalmente—ésta cuenta con una vasta experiencia al tener como Socio Fundador a un gran enólogo senior, que es el Decano de los enólogos de Coahuila y uno de los más experimentados en este campo, con 63 años de experiencia y estudios especializados en la Universidad de Davis (California) y en Burdeos (Francia): Don Ángel Morales Morales,  quien ha transmitido técnicas de cuidadosa elaboración a su familia y colaboradores, desarrollando un sistema de trabajo que usa procesos artesanales tradicionales, combinado a su vez con la más moderna tecnología enológica. En cuanto al Premio en Bélgica, el Jurado o panel de cata del concurso está compuesto por expertos reconocidos del mundo vitivinícola de 40 países, los cuales hacen un análisis organoléptico, evaluando color junto con características de aroma y sabor con cata a ciegas. Es decir, los jueces no conocen que producto están evaluando para no dejarse influir por marca, fabricante, etiqueta o diseño, y sólo valoran estrictamente el vino que degustan. Cada Juez evalúa un promedio de 40 vinos por día, y en el presente caso Vinícola Cuatro Ángeles ha ganado nuevamente la Medalla de Plata con su Shiraz, producido nada menos que con uvas del Valle de Parras; siendo ésta la novena medalla que reciben en este y otros concursos internacionales de prestigio. Por otro lado, gracias a que el paladar mexicano se ha vuelto más audaz y experimentado a la hora de aprender a degustar y reconocer la calidad de sus propios vinos, más allá de los tradicionales, como es el caso de esta gran marca lagunera, la industria vitivinícola está detonando el turismo enológico en México con diferentes rutas en otros estados productores como Coahuila, Zacatecas, San Luís Potosí y Aguascalientes. Una de esas rutas es la de Vinos y dinos de Coahuila, que abarca las regiones de Parras, Torreón, Saltillo, General Cepeada, Cuatro Ciénegas, Acuña y Piedras Negras con casas productoras de vino en cada una de ellas. Torreón está dignamente representada por Vinícola Cuatro Ángeles que, a diferencia de las anteriores, ha logrado sobresalir sin el mismo apoyo por parte del Gobierno del Estado, llevando con orgullo su identidad propia—lagunera y coahuilense—más allá de México, para el resto del mundo.

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En memoria del gran Aviador coahuilense: el Capitán Emilio Carranza

Por Enrique Sada Sandoval Este sábado 13 de Julio del 2024, la American Legion, Post 11 de Mount Holly, será sede anfitriona del 97 Servicio Anual en Memoria del Capitán Emilio Carranza Rodríguez (nacido en Ramos Arizpe, Coahuila, el 9 de diciembre de 1905), que cual comenzará a la 1:00 p.m. en el monumento erigido al Capitán Carranza, en el Bosque Estatal Wharton, del municipio de Tabernacle, New Jersey. Nacido el 9 de diciembre de 1905 en la Villa de Ramos Arizpe, Coahuila, cursó primaria en San Antonio, Texas, EUA, porque sus padres Sebastián Carranza y María Rodríguez radicaron ahí a partir de 1911, huyendo de la Revolución. De vuelta a México en 1917, fue acompañante de vuelos junto con su tío Alberto Salinas Carranza, piloto graduado en 1912 en la Escuela de Aviación de Moissan, que había combatido al lado de Francisco I. Madero primero, y después de Venustiano Carranza, su tío, y que en ese tiempo dirigía una escuela de pilotos militares en la capital del país. En 1928, el Gobierno Mexicano le había conferido al Capitán Carranza la honrosa misión de efectuar un vuelo de buena voluntad a Estados Unidos, en reciprocidad al vuelo de buena voluntad de Charles Lindbergh a Ciudad de México, realizado en diciembre de 1927.  Para entonces, el Capitán Carranza había realizado un glorioso vuelo a Washington, DC y luego a la ciudad de Nueva York.  Dondequiera que el joven capitán viajaba, era recibido con entusiasmo y se ganaba la simpatía de miles de personas, tanto para él como para la gran nación a la que representaba.  Tras esta visita de amistad y buena voluntad para con el vecino país del norte, estaba listo para volver a casa. El 12 de julio de 1928, el Capitán Emilio Carranza, miembro destacado de la entonces Armada de Aviación del Ejército Mexicano, recibió la ovación de una enorme multitud reunida en Nueva York, para desearle buen viaje en su proyectado vuelo sin escalas a la Ciudad de México. Sin embargo, debido a fuertes tormentas, su partida fue cancelada por las autoridades aeroportuarias y la Oficina Meteorológica del Aeropuerto Roosevelt Field. Esa misma noche, mientras cenaba, recibió un telegrama que ordenaba su regreso inmediato.  Los funcionarios del aeropuerto no pudieron impedirlo porque el telegrama era una orden militar.  El capitán Carranza preparó su avión y despegó en medio de una tormenta amenazadora. Todo fue bien durante un breve periodo, hasta que, sobre la zona de pinos del sur de Nueva Jersey, apareció una violenta tormenta eléctrica y sus alas plateadas descendieron por última vez. Fuera de la vista de los miles de personas que lo habían recibido y homenajeado, el gallardo Capitán Carranza se estrelló y murió. Cuando el destacamento del Post 11 regresó a Mount Holly, los miembros de la Legión Americana montaron una guardia de honor en torno al cadáver, y más tarde se les unieron miembros del Ejército de los Estados Unidos y de la Policía Estatal de Nueva Jersey. Formaron un círculo alrededor del cuerpo, una valla de honor, hasta que el cuerpo fue entregado a los representantes del Consulado General de México en Nueva York. Un destacamento de Legionarios del Post 11 acompañó el cuerpo en el largo viaje por ferrocarril hasta Ciudad de México para el funeral. Cuando el ataúd de Emilio Carranza salió de Mount Holly para su viaje final a la Ciudad de México, fue cubierto con una bandera de los Estados Unidos del Post 11 de Mount Holly. Esa bandera todavía cuelga hoy en la Escuela Militar de Aviación de la Fuerza Aérea Mexicana Este año marca el 97 servicio conmemorativo anual del Capitán Emilio Carranza; 96 años consecutivos sin falta, no obstaculizados por tormentas tropicales, calor sofocante, o incluso lluvia torrencial (y no, no hay error: aunque han pasado 96 años desde la muerte del Capitán Carranza, antes de que se cumpliese el primer aniversario de su muerte, un servicio memorial adicional se realizó ese mismo año, por eso, aunque este es el 96 aniversario, es el memorial número XCVII).  El Post 11 ha mantenido la promesa de sus antepasados, ha continuado honrando al Capitán Carranza, y ha continuado alimentando su misión de Buena Voluntad durante casi un siglo. Desde entonces, de manera bastante honorable, miembros de la American Legion han mantenido de manera ininterrumpida la promesa hecha por sus antepasados hace 96 años, de nunca olvidar, siempre honrar, y efectuar un servicio cada año en memoria del Capitán Carranza: algo que en nuestro país sigue sin hacerse debidamente.

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Los Patriotas de Will Fowler como novela histórica.

Por Enrique Sada Con un estilo personal muy mexicano, y no por ello menos lleno de emoción, el Historiador Will Fowler ha venido a hacer la entrega de lo que tuvo a bien ser su primera novela, luego de largos años de investigación documental y producción académica, con la aparición de Patriotas en nuestro país. Publicada bajo el sello de Editorial Planeta este 2024, el libro de Fowler—Doctorado en Historia por la Universidad de Bristol y Catedrático de Estudios Hispánicos de la Universidad de Saint Andrews—vino a presentarse en nuestros anaqueles literarios, con gran expectativa y como una novela que no decepcionará al lector. Sin la necesidad de ahondar precisamente en una cátedra especializada,  nuestro autor logra envolvernos desde su propia imaginación gracias al desarrollo de una historia familiar desde el momento mismo en el que Francisco Cienfuegos se decide por enlistarse como soldado insurgente, empezando  de esta manera a tejer su propia gesta heroica en lo particular y de manera paralela a la de los principales acontecimientos de nuestro país: desde la insurrección liderada por el cura José María Morelos hasta la instauración y caída del Segundo Imperio con el Emperador Maximiliano I de México. Siguiendo la muy difícil tradición iniciada por otros grandes como Astucia de Luís G. Inclán, Las Memorias de Blas Pavón del no menos excepcional historiador norteño que fue José Fuentes Mares, Noticias del Imperio del erudito Fernando del Paso o El Seductor de la Patria, de un prosista lúdico como Enrique Serna, Fowler logra consagrarse también como un buen novelista. Salvo por Zambrano del historiador académico Javier Guerrero, gran novela histórica desarrollada a partir de los archivos de uno de los personajes más prósperos y afamados del Septentrión novohispano en plena Guerra de Independencia—cuyo prólogo y presentación realizamos justamente el año pasado en la capital de Durango—Patriotas viene a acompañarnos no solo como un gran libro—novedoso y reciente— por lo voluminosa que es la obra sino también por la riqueza de su contenido que, sin faltar a la erudición que le es característica  como tal, se convierte por mérito propio en una obra que se mantiene en pie por si sola. Lo anterior se debe en buena medida a su narrativa que logra atrapar al lector—sin importar que se trate de un investigador o un simple buen amante de la ficción—precisamente porque, dada la erudición del autor dentro del tema principal en el que se ha especializado con creces a lo largo de su vida, es que este logra sostener no solo la credibilidad de lo que escribe sino que llega a transmitir de manera muy bien lograda, a través de su personaje principal, la emoción y el interés con destreza a partir de uno de los capítulos más fascinantes y definitorios no solo de la Historia de México sino también de la Historia de la América Hispana desde la primera década de 1800 en la que inician las primeras insurrecciones por la Independencia; partiendo de lo que ha venido a definirse como la época de las gestas heroicas pero también como el momento en el que aquellos jóvenes países empezaron una serie de luchas no solo contra el exterior sino también en contra  de sí mismos, en pos de un rumbo propio y del proyecto de Nación que habría de definirles, hasta la segunda mitad del turbulento siglo XIX (con próceres y caudillos) marcando una pauta a seguir hasta la fecha. Reconocido ampliamente como un experto de la figura mítica y la persona de Antonio López de Santa Anna al igual que del siglo XIX mexicano, que Will definiría a lo largo de sus obras académicas como “la era de los pronunciamientos militares”, llega este libro a refrescar el ambiente literario justamente en un año como el presente en el que ha escaseado la producción y difusión de obras noveladas con tan buen tino como esta.

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Mujer, patriota y testigo de su tiempo: las memorias de una Primera dama (II Parte)

Por: Enrique Sada Sandoval Aquellos novohispanos que nacieron en las postrimerías del siglo XVIII y primeras décadas del siglo XIX, incluso ya como mexicanos, heredaron las grafías, usos, y ambivalencias propias (en cuanto a morfología y sintaxis) de un castellano todavía tan cercano a Nebrija y a Quevedo como a su propia cotidianidad, y en un ámbito donde lo fundamental era saber expresarse; primero de manera fluida y después aprender a hacerlo, si es que era posible, por puño y letra a través de la palabra escrita. Lo anterior no debería por lo tanto sorprender a nuestros contemporáneos ni hacernos ver a aquellos hombres y mujeres del siglo antepasado como desfasados: basta recordar que en  Europa y nada menos que en la nación que se autoproclamaba ante el mundo capital y cuna del “Siglo de las luces”, la adopción del francés como idioma oficial o lengua nacional—compartiendo vigencia en ese tiempo con dialectos romances del Medioevo, como el provenzal—no vino a imponerse hasta el reinado de Napoleón III (1852-1870); y que aún en nuestros días, la misma Academia de la Lengua Francesa mantiene una disputa constante respecto a como debieran escribirse o pronunciarse ciertas palabras, cosa que no sucede con la lengua de Cervantes ni con la Real Academia hoy en día. En lo que respecta a los acontecimientos en aquél México convulso que, no obstante su estado, aún deparaba esperanza en el porvenir, las Memorias presentan un retrato hablado, no sólo de la autora, sino de sus paisanos a través de su encuentro con hombres, mujeres, indígenas, religiosos, personalidades de la política, diplomáticos y valerosos hombres de guerra que amaban la paz, como su marido; envueltos en un mismo torbellino, donde las constantes intervenciones de Estados Unidos, ya arrancando la soberanía y dignidad de la Patria a jirones o apoyando a sus protegidos “liberales” en México, con las mismas pretensiones y ofrecimientos territoriales de parte de estos, terminarían por abrir la pauta para que la mayoría de los mexicanos —los liberales moderados y los conservadores— acudieran a Europa para pedir auxilio definitivo contra el Goliat del norte tras la intervención de la Armada Norteamericana  en Veracruz, en Antón Lizardo, salvando a Juárez y su facción, de una derrota definitiva, y haciendo que Miramón y los de su bando perdieran la Guerra de Reforma (guerra entre mexicanos) contra la nación de las barras y las estrellas. Dotada de una prosa rica y propia de una dama educada e inteligente, Concepción Lombardo hace despliegue de ingenio en sus juicios agudos con un toque penetrante y bastante sentido del humor respecto a los personajes con los que, desde su alta posición y cercanía involuntaria, igual que hiciera Madame Calderón de la Barca décadas antes, llegó a entenderse lo mismo en sus paseos por la gran ciudad de los palacios antes que la piqueta de la “Reforma” la mutilara y despojara de trescientos años de esplendor y patrimonio histórico (como señalara Guillermo Tovar y de Teresa), igual que sus repentinos viajes hacia el interior del país en pos de encontrarse con su marido o escapando del asedio de las tropas enemigas y del bandolerismo que infestaba los caminos aquél entonces. Sin lugar a duda, al tratar sobre la viuda y Condesa de Miramón —título nobiliario concedido como reconocimiento por el Vicario de Cristo en 1869— a partir de sus letras nos encontramos con una mujer inteligente, y más aún, ante una mujer de una sola pieza, cuya integridad, congruencia, patriotismo y abnegación en grado heroico la ponen en el mismo pedestal que a su marido y que a los otros dos asesinados aquel 19 de julio de 1867 en el Cerro de las Campanas. Sus Memorias, por lo tanto, constituyen, en una bella nueva edición que también prologamos, no sólo una defensa (como algunos pretenden, para intentar escatimarle valor como fuente) contra la desmemoria histórica y el maniqueísmo oficial de los vencedores, quienes trataron falazmente de cubrir el asesinato del “Joven Macabeo” con una farsa de juicio y la falsa acusación de “traidor a la Patria”, como excusa pueril a lo que en consciencia sabían que era un crimen a todas luces; es también un testimonio para futuras generaciones de mexicanos cuya lectura mueve a la búsqueda de la verdad histórica, más allá de la miopía ideologizada y la impostura política, así como una lección sobre el porvenir en un momento crítico, donde los mexicanos de todos los bandos habían perdido la fe en la posibilidad de resolver sus propias diferencias y problemas: sin duda, una lección que hoy por hoy, a 160 años de la conmemoración de la del Segundo Imperio Mexicano, sigue vigente.

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