Mango Verde

Enrique Sada

Catedrático investigador multigalardonado. Condecorado Caballero de la Orden de San Miguel del Ala, por la Casa Real de Braganza en 2005. Ganador del Premio Internacional Conde Emmanuel Las Cases 2007, por la Sociedad Napoleónica Internacional, y del Premio Internacional de Ensayo Hispanoamericano Cartagena de Indias, en Colombia, sobre la Independencia de la América Española, durante los festejos del Bicentenario; entre otros reconocimientos.

El odio a lo hispano y lo español: de Las Casas a Emilia Pérez

Por: Enrique Sada Sandoval A diferencia de Las venas abiertas de Latinoamérica del escritor Eduardo Galeano, obra insulsa que por su ignorancia histórica y económica—algo que su autor reconoció con vergüenza antes de morir—ha hecho mucho daño en la mentalidad de los países de habla hispana, existe una obra que lo mismo debería de ser imprescindible para los que hablan castellano a ambos lados del Atlántico que para nuestros vecinos al norte del Río Bravo, y es El árbol del Odio.Más allá de lo que atrae por su título explosivo, esta obra clásica y reconocida ampliamente por el gremio de los historiadores académicos, perteneció nada menos que al californiano Philip Wayne Powell, gran especialista en historia virreinal y del México prehispánico entre cuyos títulos reconocemos Las Guerras chichimecas y Capitán mestizo: Miguel de Caldera y la frontera norteña.La finalidad de este libro en su momento era señalar como es que la política estadounidense respecto a México, Hispanoamérica y aún para con la misma España debe fundamentarse, para ser eficaz, en la comprensión, puesto que si se basa en el prejuicio, resultará una política maldita según palabras propias del autor, quien fue asesor presidencial en Asuntos Hispánicos en su momento.Y no es para menos. Al igual que el Imperio Español en su momento, los Estados Unidos también padecen hoy en día su propia Leyenda Negra, aunque al igual que la España del “Siglo de Oro”, también se asemejan mucho por ser un país con grandeza, fuerza, generosidad, fe en su destino e incluso cierta ingenuidad también.No en vano el Dr. Powell lamenta que los gobernantes e intelectuales de su país se empeñen tanto en comparar su hegemonía con la de la antigua Roma cuando en realidad: “Harían mejor en estudiar la ascensión, los logros, las deficiencias y el declive de España y de su imperio, ya que la voz milenaria del pueblo español podría indicarnos el destino de aquellos que alcanzan el dominio mundial y que no hacen caso a las propagandas que pueden solidificarse en forma de historia”.Ciertamente para nuestros vecinos norteamericanos ha de costar bastante el tratar de mirarse en el espejo español como caso-ejemplo debido a la maquinaria difamatoria de la Leyenda Negra entretejida por sus ancestros ingleses y holandeses, como denunciara Julián Juderías desde el siglo pasado; misma donde el prejuicio y la desinformación se encargaron de vender al mundo una imagen falsa y degradatoria que terminó por convertirse en un lugar común, no desde la realidad, sino desde la propaganda política enemiga.Ecos de esta propaganda discriminatoria los tenemos muy recientemente en los exabruptos del director de cine Jacques Audiard, autor del esperpento fílmico llamado Emilia Pérez; que ha generado repudio en México e Hispanoamérica por sus estereotipos—muestra de la ignorancia que el director confesó tener por completo respecto al país que intentaba retratar—y al que se suma su descalificación del español como idioma al que sobaja como: “Una lengua de países emergentes, una lengua de países modestos, de pobres y de migrantes”.En este contexto en particular no deja de ser curioso el ver a aquellos que por adoctrinamiento e ignorancia reniegan del gran legado hispano a nuestra herencia cultural:aquellos que aplauden el cambio de nombres castellanos de las avenidas y el que se quitara la estatua de Cristóbal Colón, darse cuenta que para los extranjeros se nos distingue por hablar español, aunque pretendan venderse como “aztecas” o descendientes directos de Tezcatlipoca.En un tiempo crítico en el que la Batalla cultural por Occidente cobra nuevos bríos y en los que los Estados Unidos de Norteamérica está restableciendo sus políticas migratorias, a riesgo de errar a la hora de separar el trigo de la cizaña; las palabras de Audiard, las ocurrencias populistas de ciertos politicastros por pelear la denominación del Golfo de México y el bodrio del citado cineasta donde lo mismo banaliza una tragedia nacional a la par que hace apología del crimen, no pudo haber ocurrido todo junto en peor momento.

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El extraño retorno de Jacobo Grinberg.

Popularizado más que por algún resultado en concreto, aportación académica o a la ciencia, Jacobo Grinberg logró trascender en realidad por su desaparición y muy posible muerte más que por lo que pudiera haber logrado en vida. Aunque tipificado severamente desde la Academia en términos como: “neurofisiólogo, psicólogo, esotérico y pseudocientífico mexicano…con dedicación al estudio del chamanismo, la conciencia, la parapsicología”, tal parece que el paso de los años ha matizado un poco los epítetos que en su momento—y tras su ausencia—recibiera de sus colegas. Como investigador mexicano afiliado a la Máxima Casa de Estudios del país, donde ocupaba oficina y secretaria, Grinberg Zylberbaum logró cierta notoriedad, llegando a relacionarse incluso con el charlatán Carlos Castaneda y su círculo íntimo de “brujas”—del que luego intentó desvincularse por considerarlo un ambicioso vulgar—debido una de sus teorías en las que entremezclaba academicismo, superchería y la posibilidad de que el hombre lograra con recetario una especie de desarrollo extrasensorial que desde su convicción personal vino a denominar como “Teoría Sintérgica”. Bajo esta teoría, Grinberg pretendía vender como “innovadores” la existencia y propagación de ciertos estudios que ya habían sido realizados incluso durante la Segunda Guerra Mundial por parte de la Oficina de Servicios Estratégicos (O.S.S.)—antecedente de la Agencia Central de Inteligencia (C.I.A.)—en que se buscaba el desarrollo de la visión a distancia, la potencialización de la telekinesis y otros tipos de adivinación con fines de defensa militar y espionaje en contra de la Alemania Nacional-Socialista; investigaciones que tras el triunfo de los Aliados serían retomadas por la misma C.I.A. después que el Comandante Ian Fleming,  el autor del Agente 007, brindara su asesoría como operativo del MI6 para consolidar esta institución. Sin embargo, estos estudios fueron prontamente desechados como inviables en la segunda mitad de la década de 1940, en que la atención gubernamental y científica se focalizó en el desarrollo de la energía atómica No será sino hasta los años ochentas cuando esta búsqueda trasnochada sería retomada como “innovadora” por Gringberg quien, según el documental realizado por Netflix, atrajo la atención nada menos que de Margarita López Portillo; la excéntrica hermana del expresidente José López Portillo: una mujer sumamente cuestionable en cuanto sus usos del poder a partir de sus caprichos y excentricidades egómanas, pero también una mujer muy poderosa al grado del peligro puesto que después de haber vinculado a Grinberg con la célebre curandera  Bárbara Guerrero “Pachita” e invitarlo a la Residencia Oficial de Los Pinos a conocerla, terminó por ahuyentarlo al poco tiempo con una serie de amenazas para que no volviera a contactar a la chamana ni se atreviera a difundir el contenido de las investigaciones y entrevistas que este le habría realizado. Y es en este contexto en el que surge la extraña figura de Teresa Mendoza (alias de Teresa Pérez) como un personaje que logra casarse con Grinberg y a la que se vincula directamente con su desaparición. Y no es para menos: en el ámbito público en el que este solía moverse era muy fácil plantar en su vida a alguien que en algún momento, aprovechándose de la ingenuidad y buena fe del neuropsicólogo, lograra enamorarlo mientras fungía como contacto a sueldo de alguien con suficiente poder para eliminarlo después, una vez que no se le considerara útil o hasta “peligroso”, para tomar posesión de toda su información (hecho que sucedió, lográndose comprobar la pérdida de todos sus escritos, grabaciones y discos duros de sus computadoras en su casa). De hecho, lo anterior suele cobrar una mayor posibilidad debido a que al momento de su misteriosa desaparición—en la que se vincula como responsable directa a Mendoza junto con una de las “esposas-brujas” de Castaneda—Grinberg, que para entonces manifestaba temer por su vida en manos de su mujer, estaba por publicar una serie de libros sobre sus investigaciones con el respaldo gubernamental de CONACYT, mismos que salieron a la luz en 1994. Hoy, treinta años después, Jacobo Grinberg ha vuelto a aparecer para satisfacción de un público selecto de seguidores: en el citado documental producido por Ida Cuéllar y en la reedición de aquellos libros que este nunca pudo ver impresos.

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El gran mito antiguadalupano

Por: Enrique Sada Sandoval No se puede hablar de México como Estado, nación o identidad propios antes del año de 1521; aun y cuando el sistema político mexicano ha pretendido hacerlo demagógicamente, como parte de un discurso en el que apela a un supuesto pasado indígena de manera única e ininterrumpida, partiendo solo de una de las etnias más odiadas y menos representativas, a lo largo y ancho de nuestro territorio nacional. En este caso, lo que se busca de manera fraudulenta es nulificar a las más de 200 naciones o tribus, diseminadas desde el sur de los Estados Unidos hasta los límites con Guatemala en favor de uno de los peores vicios políticos vigentes, heredado del Borbonismo decadente, como lo es el centralismo. Otro de los grandes mitos que el Estado totalitario y pseudorevolucionario ha pretendido imponer, desde las instituciones y el erario público, ha sido también su espíritu anticristiano y jacobino, travestido de falso laicismo. Y como corolario de lo mismo nos encontramos nada menos que con el mito antiguadalupano como tal. Siendo la imagen plasmada en la tilma del indio Juan Diego un gran elemento que acabó con los sacrificios humanos que aún se mantenían clandestinos, además de potencializador del hermanamiento identitario mestizo—imagen que originalmente se negaban a aceptar los mismos españoles—hasta convertirse en bandera de batalla y Patrona de México Independiente, plasmándose este mismo sentir en la instauración de nuestra primera Orden de Estado y Caballería como la Orden Imperial de Guadalupe (única Orden de Estado creada para premiar el mérito y la virtud de todos los ciudadanos sin importar su origen étnico o social), era de esperarse que este símbolo de Unión fuera uno de los primeros en ser atacados por la influencia servil de otros poderes extranjeros en nuestro país. Como impostura del régimen cardenista que no fue otra cosa más que una prolongación camuflada del Maximato autoritario con diferente títere (Cárdenas en lugar de Calles) y titiritero (Daniels en sustitución del difunto Morrow) desde Washington, buena parte del espíritu antirreligioso y desfigurador de nuestra identidad nacional desde la década de 1930, pretendió imponer desde la Secretaría de Educación Pública y sus instituciones la ocurrencia de que la Virgen de Guadalupe era una simple obra humana, producto de un supuesto indígena—como antítesis de Juan Diego—al que llamarían Marcos Cipac. La realidad es que de ese personaje no existe ningún registro ni prueba siquiera de su existencia más que el discurso oficial, a diferencia de Juan Diego Cuahtlatoatzin de quien si existen pruebas y evidencias de su existencia como tal lo mismo que de su residencia, sin dejar de mencionar el que la hechura de semejante obra habría sido confiada no a un supuesto indígena sino a un europeo o un fraile—que fueron los más renuentes en reconocerla—con la mejor técnica posible de aquella época—como la escuela española, italiana o flamenca—no siendo así tampoco, lo que rompe también con toda lógica incluso para quienes se han empecinado en negarla. Otra parte del gran mito antiguadalupano proviene del fariseísmo con el que se pretende sobajar a los creyentes de la Virgen, repitiendo desde los medios tanto como desde personajes afines al Gobierno que es justo en este día que los peregrinos abandonan perros en La Villa. La realidad es que los peregrinos vienen en camiones y bicicletas a una velocidad que por mucho y que se tratara de cánidos, a estos les es imposible seguirles el paso, sin contar con el hecho de que los devotos que vienen caminando no son idiotas como para traer un perro desde Tlaxcala, Guanajuato o Jalisco. Por el contrario, estos pobres animales en los alrededores de la Villa son los abandonados callejeros que existen en la Ciudad de México, lo cual es problema tanto como responsabilidad de la Alcaldía al igual que del Gobierno capitalino al que le resulta más fácil y hasta económico evadirse, culpando a los peregrinos y a esta Fiesta Nacional para mancharla, por oscuros intereses antirreligiosos.

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Del riesgo del falso indigenismo y su idealización (1 parte)

Por: Enrique Sada Sandoval Como uno de los constructos propios de la Historia oficial en nuestro país, los mexicanos solemos cargar con el lastre dual del centralismo que suele camuflarse bajo un sistema federal que, en los hechos, solo lo es de nombre hasta la fecha. Y un apéndice de este centralismo lo es el aztequismo etnólatra, sin lugar a duda. Como parte de este corolario ideológico se pretende que todo lo mexicano sea azteca, nulificando a las más de 200 etnias o naciones indígenas que han abarcado nuestro territorio de norte a sur, e incluso a las que padecieron durante siglos el abuso y canibalismo diario por parte de los mexicas hasta que finalmente los combatieron y vencieron con un ejército formado por cerca de 100, 000 indígenas (integrado por tepanecas, tlaxcaltecas, tlatelolcas, xochimilcas, texcocanos y otros) junto a un puñado de 800 españoles, tras la conquista de Tenochtitlan. En cuanto a lo que fuera Tenochtitlan, es un hecho que la ciudad debió deslumbrar a los conquistadores puesto que el mismo Hernán Cortés pretendía que se conservara exactamente tal cual e inalterada, pero también es cierto que era una ciudad con graves problemas estructurales, que sufría inundaciones constantemente y que al menos en cuatro ocasiones estuvo a punto de desaparecer debido a estas. Las más gravosas fueron la inundación de 1446, que arrasó la ciudad a tal grado que generó una serie de hambrunas que se prolongaron hasta el año de 1455, y la terrible inundación producida por la construcción del acueducto bajo el reinado tiránico de Ahuitzotl, quien pereció también a consecuencia de la misma. Por otra parte, persiste un detalle que nuestros falsos indigenistas posmodernos y aztequizados, tan pródigos al intentar referir las crónicas para vender la idea de una urbe idealizada con la finalidad de tratar de contraponerla contra toda herencia hispánica, y  es el que Bernal Díaz del Castillo—al que citan como fuente—menciona como es que los templos olían a muerto como los peores mataderos de Castilla, y que los sacerdotes sacrificantes tenían sus largos pelos apelotonados y pegados por la sangre seca de tantas víctimas, tan sucios que parecían el rabo de una vaca.  A esto habrá que agregar el hedor preponderante en una México-Tenochtitlan repleta de restos humanos, cosa que también refiere el cronista: “En las vigas y gradas de Mixcoatl, edificio del templo mayor de México, contaron Andrés de Tapia y Gonzalo Sandoval de Umbría 136,000 calaveras de indios sacrificados”; sin olvidarnos del  horror de los temibles tzompantlis o torres de cabezas humanas ensartadas que ya han aparecido, aunque se negaba oficialmente su existencia “como un mito”, y que podían albergar más de 130,000 cráneos que se descomponían clavados por las sienes hasta que quedaban sin piel, eventualmente. De igual manera se puede hablar sobre el estado interior de lo que eran los templos, los adoratorios o el estado de las viviendas de los macehuales (que vivían bajo terrible servidumbre) en comparación con las viviendas de los nobles y sacerdotes, quienes incluso llegaban a comprar esclavos para celebrar las fiestas con sus sacrificios particulares de los que usaban todavía sus restos como particular adorno para sus casas. Como ciudad, Tenochtitlan semejaba en dado caso a un inmenso cementerio por su olor y su falta de higiene generalizada, puesto que todos los desechos que se generaban al interior de la misma eran arrojados por sus habitantes nada menos que al propio lago. Los únicos que podía darse el lujo de bañarse en este estado de cosas eran la clase alta—formada por la nobleza, la casta sacerdotal y los guerreros—quienes disponían de manera caprichosa y excluyente del trabajo forzado de cientos de macehuales a quienes se obligaba a suministrarles agua potable, que tenían que acarrear desde muy lejos, para poder bañarse de manera similar a como lo hacía Moctezuma, quien en su carácter como rey o emperador tlatoani disponía de un acueducto exclusivo para su uso personal, puesto que el único acueducto que había para consumo popular no se daba abasto suficiente para poder dar de beber a toda la ciudad, ya que uno de sus dos canales siempre se encontraba en mantenimiento o reparación.

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Día de muertos: de origen hispánico y medieval

Como parte de una de nuestras tradiciones más vivas y festejadas como mexicanos de norte a sur, el Día de Muertos se erige como una celebración multicolorida que contrasta con la típica idea de la muerte como algo lúgubre. Sin embargo, aún esta celebración que nos une no ha estado exenta de ser víctima del populismo oficialista y hasta de nuevas modas extranjeras —propias del marxismo cultural como la etnolatría y el falso indigenismo— en nuestro país, donde se ha querido vender la idea de ser una fiesta exclusiva de origen prehispánico, lo cual es falso, tal como lo demuestra también el arqueólogo mexicano Víctor Joel Santos Ramírez quien subraya que estas fiestas nacen nada menos que de la Europa medieval y sus rituales cristianos, por lo que no son resultado del sincretismo indígena y europeo. Así lo refiere en su ensayo El origen del Día de Muertos, como investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y Maestro por la Universidad Autónoma de Sinaloa. En efecto, será el Papa Bonifacio IV quien inicialmente instaura el 13 de mayo del año 609 como Día de Todos los Santos para honrar a los protectores de la Iglesia y contrarrestar el paganismo, consagrando el antiguo templo romano del Panteón de Agripa como Iglesia de Santa María de los Mártires, mejor conocida actualmente como Santa María la Redonda, modificándose a noviembre por cuestiones de clima y provisión de alimentos en el Viejo Mundo, consagrándose a todos los santos y mártires que gozan de la visión de Dios el 1, mientras el 2 se dedica a quienes reposan en Cristo, sin alcanzar aún la visión beatífica todavía. Ambas celebraciones llegan a México en el siglo XVI, comenzando en las primeras iglesias franciscanas de Texcoco, Tlaxcala y el Convento grande de San Francisco en la capital de la Nueva España, donde el gran Fray Toribio de Benavente «Motolinia» describe que las ofrendas de los indios incluían maíz, mantas, comida, pan, gallinas y, en lugar de vino, cacao. Y ponen sus ceras, porque: «aunque son pobres… buscan de su pobreza y sacan para una candelilla». A finales del siglo XIX las fiestas del Día de Muertos estaban en decadencia, y será hasta el régimen cardenista (1934-1940) que, según el investigador, fueron reinventadas con el propósito de quitarle poder a la Iglesia Católica y asociarlas con la idea nacionalista, destacando a la muerte por encima de los santos: «Para tal efecto, Cárdenas se hizo rodear de intelectuales socialistas como Frida Kahlo, Diego Rivera, Octavio Paz y José Clemente Orozco. Lo cierto es que este proceso ya venía desarrollándose desde las reformas de Juárez; los grabados de José Guadalupe Posada son una muestra de esa desacralización y del divertimento que ya tenía la fiesta del Día de Muertos al inicio del siglo XX. Lo nuevo fue integrarla a la idea nacionalista y exponerla como parte del folclor mexicano, como ya se aprecia en la película ¡Qué Viva México! (1930), de Serguéi Ensenstein, asesorada, por cierto, por algunos de los intelectuales antes mencionados». Como refiere el arqueólogo en su estudio, lo reprobable en este caso no es desconocer el carácter religioso de las festividades, sino vender la falsa idea de un supuesto «origen prehispánico», que a su juicio es: «Una mentira fabricada que ha venido repitiéndose hasta el día de hoy, legitimada por intelectuales, incluidos historiadores y antropólogos, así como por políticos, ahora con una nueva modalidad: convertirla en un producto de consumo turístico, lo cual se ha venido concretando durante las primeras dos décadas del siglo XXI (el caso más notorio es el famoso Desfile de muertos de la Ciudad de México) y entonces sí, estaremos hablando de una celebración sincrética, vacua y anticultural». Sin duda, algo que coincide también con lo asentado hace más de una década también por otra antropóloga como la Dra. Elisa Malvido (Q.E.P.D.), quien subrayó a través de diversas publicaciones, tanto como presentaciones, el origen eminentemente europeo medieval de una de las celebraciones que, gracias a nuestra Herencia Hispánica, hoy por hoy, todos los mexicanos nos podemos honrar que nos pertenece.

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El odio a lo mexicano

«Si un mexicano  odia lo español, se odia a si mismo». Miguel León Portilla. Uno de los fenómenos políticos más importantes del siglo XX y en los que menos se ha reparado es el ocaso del Imperio Británico. A la par que el fin del Imperio Ruso y la elevación de la tiranía socialista soviética, la desconfiguración de esta  hegemonía supuso en su momento un duro golpe al poderío y dignidad de la nación que se enseñoreaba todavía como “reina de los mares” en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Para lograr sobrellevar esta decadencia en sus instituciones y sobre todo entre sus ciudadanos, Reino Unido se vio orillado a recurrir a dos herramientas para salvaguardar lo posible a través de la gobernanza y la retórica. En el primer caso, a través de una mancomunidad de naciones de habla inglesa, la Comonwealth, sobre las que fueron sus antiguas colonias con el fomento de vínculos comerciales e identitarios en estos nuevos países independientes; y en segundo lugar, a través del relanzamiento de la Leyenda negra antihispana en la que en vez de reparar en las antiguas glorias inglesas se enfatizaba el mito de la supuesta crueldad y oscurantismo del Imperio español en América y en el mundo, con lo que se recalentaba también una nueva entrega de odio con racismo sistematizado—muy mal disimulado—contra el mestizaje, la religiosidad católica y los grandes frutos que esta mezcla logró brindar a lo largo de trescientos años de civilización y hermanamiento a la cultura occidental. Esta embestida de propaganda oficial se diseñó para ser diseminada a través de dos frentes: en el viejo y en el nuevo mundo a partir de la década de los veintes. Desde el gobierno británico sobre España, a través de aislamiento diplomático e impresos en el primer caso, en tanto por la vía del Smithsonian como institución cultural de gobierno en los Estados Unidos de Norteamérica. De este caldo de cultivo abrevaron varios regímenes políticos en ambos lados del mar haciendo sentir sus efectos; ya sea a través de apoyo contra el bando nacionalista durante la Guerra Civil española como lo hizo Stalin directamente o el gobierno norteamericano a través de la Brigada Abraham Lincoln; y en México el régimen de la “revolución  triunfante” con asesinatos y persecusiones antirreligiosas que duraron hasta 1941, además de la imposición de la educación socialista desde la Máxima Casa de Esudios del país. En nuestro país, una de las medidas oficiales para justificar esto fue la publicación de pasquines donde se endiosaba un falso indigenismo etnólatra y centralista en detrimento de las 200 naciones indígenas existentes, de la herencia mestiza y las tradiciones religiosas a través de la cultura financiada por el gobierno como es el caso de los murales de Diego Rivera en contra de la epopeya de la Conquista y el Virreinato donde el cretinismo doloso le hizo reproducir, con muy buena paga, desde crueldades inexistentes hasta los desvaríos archirefutados del gran mitómano esclavista que fue Bartolomé de las Casas. El odio contra lo español se tradujo a su vez en odio hacia todo lo mexicano, no solo en nuestro país, como era de esperarse, puesto que si los hijos propios de aquella gran mezcla de los hispano peninsular y lo nativo americano no fueron capaces de advertir que esto era en detrimento de su población, los hijos de Inglaterra al norte del Río Bravo sí se los hicieron saber a través de linchamientos públicos tanto como medidas discriminatorias impuestas desde establecimientos, hoteles y negocios donde públicamente se les negaba entrada o servicio a mexicanos, españoles y negros por igual hasta la promulgación de los Derechos Civiles en el año de 1970. En México por desgracia, esta estela de adoctrinamiento burdo ha persistido hasta la fecha tanto en el imaginario del ciudadano común como en el discurso oficial de los distintos gobiernos y regímenes que desde entonces apuestan a la desmemoria histórica para lucrar, solo desde la retórica hueca, con supuestos agravios contra indígenas muertos para olvidarse de los indígenas que viven y de la nación mestiza a la que deberían representar.

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Los irlandeses que murieron mexicanos (Parte final)

Por: Enrique Sada Sandoval Scott sólo redujo sentencia a 15 san patricios prisioneros. A Riley y cinco compañeros se les suspendió la pena de muerte porque habían desertado antes de que el Congreso estadounidense declarara la guerra. En lugar de ser ahorcados, estos hombres recibirían cincuenta azotes en la espalda y serían marcados con un hierro candente con la letra “D” (de desertor) de cinco centímetros, permaneciendo prisioneros mientras el ejército invasor se mantuvo en el país. El 7 de septiembre de 1847 terminó el armisticio, y mientras continuaron las batallas en los alrededores de la ciudad de México, los san patricios condenados enfrentaron su sentencia. El 10 de septiembre, 14 hombres fueron atados a los árboles en la plaza de San Ángel, tras lo cual un arriero mexicano les infligió cincuenta latigazos en sus espaldas en tanto 16 san patricios vestidos con sus uniformes mexicanos eran colgados. Nueve de los cuerpos fueron enterrados en las cercanías, y sus tumbas fueron cavadas por Riley y los otros prisioneros marcados. Tres días después de las ejecuciones de San Ángel, los treinta restantes fueron ahorcados cerca de Mixcoac de una manera tan cruel como dramática: el coronel William Harney, siguiendo seguramente órdenes de Scott, coordinó las ejecuciones con el asalto estadounidense al castillo de Chapultepec, que se veía claramente a distancia. En la madrugada colocó a los prisioneros en las carretas debajo de los cadalsos y anunció que permanecerían ahí, con las sogas alrededor del cuello, hasta que la bandera estadounidense se izara sobre el castillo. Poco antes de las nueve y media de la mañana, cuando las barras y estrellas remplazaron a la bandera mexicana sobre el alcázar, el coronel ondeó su espada y las carretas avanzaron sin detenerse, lanzando a los san patricios hacia la eternidad. El Batallón de San Patricio tuvo una vida corta; la mayoría de sus veteranos fueron removidos de sus cargos, otros siguieron arrestados y algunos más fueron deportados o trasladados como Riley, a Puebla de los ángeles. Aunque Puebla era un lugar de servicio agradable y Riley un oficial con grado de campo, parece no haber recibido la atención o subsistencia correspondiente con su heroísmo, pues para julio de 1848 se quejaba ante el cónsul británico en la capital mexicana: «Me he estado muriendo de hambre en estas calles de Puebla». Según cálculos propios, su pago retroactivo sumaba la cantidad de 1,275 pesos más 456 pesos por asegurar personalmente los alistamientos de 152 hombres en el Batallón de San Patricio (un acuerdo previo establecía tres pesos por cada uno). Además, solicitaba licencia absoluta y nueve leguas de tierra en Sonora o Jalisco para su subsistencia. Para el verano de 1850, Riley recibió licencia con paga completa por incapacidad de servicio, y fue enviado a Veracruz, donde seguramente se embarcó. Aunque Riley recibió licencia absoluta con honores en ese mismo año, las memorias del militar Samuel Chamberlain sostienen que después de la guerra, Riley se casó con una acaudalada señora y se quedó a vivir en México para siempre. Sin embargo, otros indicios más recientes apuntan a sus descendientes, quienes refieren que en Veracruz se embarcó rumbo a Tejas para establecerse ahí, volviendo a su Patria, la nuestra, sólo para morir y ser enterrado en la catedral veracruzana. Dos veces al año, el día de San Patricio y en el aniversario de los ahorcamientos, mexicanos e irlandeses se reúnen en la Plaza de San Jacinto en San Ángel para honrar a los san patricios. Es una ceremonia conmovedora (pese al desinterés del Gobierno Mexicano). Si alguna vez un gobierno patriota se propusiera erigir una placa conmemorativa respetable en honor a los san patricios o un monumento verdaderamente digno de los hombres que por su propia cuenta decidieron morir como mexicanos pese al hecho de haber nacido extranjeros, esta deberá incluir sin lugar a dudas a los 57 miembros que perdieron sus vidas, luchando contra el más cruel de los invasores entre las ondonadas semiáridas y los campos que circundan el Valle de La Angostura en Coahuila y de Churubusco, además de los 50 ahorcados en las afueras de la ciudad de México. La Patria espera generosa el día en que la voz le sea dada para recordar, por medio de sus propios hijos, con los honores y el amor correspondiente, a todos aquellos que derramaron su sangre o perdieron su vida por acudir al auxilio de la misma durante una de sus horas más oscuras.

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Los irlandeses que murieron mexicanos (II Parte).

En cuanto tuvo conocimiento del campamento militar estadounidense sobre el Río Bravo, el General Pedro Ampudia, Comandante de la División mexicana del Norte, llegó rápidamente a la zona con refuerzos de 2,400 efectivos, no sin antes ordenar la impresión de varios volantes en inglés que pasaron de contrabando al campamento estadounidense. Dirigido «A los ingleses e irlandeses del ejército del General Taylor», Ampudia protestaba contra la agresión estadounidense e invitaba a los soldados a desertar en los siguientes términos: «Recuerden que nacieron en Gran Bretaña, que el gobierno estadounidense mira con frialdad la poderosa bandera de San Jorge y está provocando hasta que truene al pueblo guerrero al que pertenece; el presidente Polk está manifestando con desafío el deseo de tomar posesión de Oregon, como ya ha hecho con Tejas. Así pues, vengan con toda confianza a las filas mexicanas». El intento de Ampudia hizo eco en muchos, siendo uno de los primeros desertores en cruzar el río Bravo un irlandés llamado John O’Riley, conocido a la postre como John Riley o Juan Reily, quien se convirtió en leyenda viva al debutar como jefe del Heroico Batallón de San Patricio. En cuanto a Riley, las fuentes de la época lo describen como un individuo musculoso de hombros anchos, de un metro con ochenta y siete centímetros de altura, cabello oscuro, ojos azules y tez rubicunda, que había servido en los ejércitos de tres países: Gran Bretaña, Estados Unidos y México. Un domingo 12 de abril, Riley consiguió permiso de sus superiores para asistir a una misa ofrecida por un sacerdote de Matamoros, pero nunca volvió a su unidad y fue reportado como desertor. Dos años y medio después, Riley refirió que se le había dado a elegir entre unirse al Ejército Mexicano del Norte o ser fusilado, por lo que escogió la primera opción y fue comisionado como primer Teniente de la artillería donde recibió su espada como distintivo, y arma, portada por los oficiales de rango: «Desde abril de 1846, cuando me separé de las fuerzas norteamericanas […] he servido constantemente bajo la bandera mexicana. En Matamoros formé una compañía de 48 hombres». Para julio de 1847 los integrantes del Batallón de San Patricio ascendían a más de 200. Aunque esta unidad la conformaban en su mayoría desertores del ejército estadounidense —tanto nacidos en Estados Unidos como inmigrantes europeos—, entre sus miembros había extranjeros residentes en México, ciudadanos británicos y, como hemos dicho, veteranos de las guerras napoleónicas. Este Cuerpo combatió bajo una bandera propia con diversas variantes según parece: Riley refirió que la bandera verde esmeralda tenía la imagen de San Patricio, con un trébol en el anverso y la mítica arpa de Erin en el reverso. Mientras un corresponsal norteamericano la describió hecha de seda verde con un arpa bordada y el escudo de armas mexicano con las palabras «Libertad por la República Mexicana», y bajo el arpa la leyenda «Erin go Bragh» (Irlanda por siempre). Samuel Chamberlain la recordaba como: «Una hermosa bandera de seda verde ondeaba sobre sus cabezas; en ella brillaba una cruz plateada y un arpa dorada, bordadas por las manos de las bondadosas monjas de San Luis Potosí». Su primera batalla ocurrió en el pueblo de Matamoros sobre el margen del Río Bravo, de donde marcharon para asistir a la ciudad de Monterrey en su defensa. Mientras Taylor ocupaba Monterrey, la defección de tropas alentadas por el ejemplo de los san patricios se convirtió en un grave problema, como refirió el mayor Luther Giddings respecto a cincuenta desertores: «A éstos el enemigo [los] recibió con alegría y alistó rápidamente en sus filas, donde sirvieron con un coraje y fidelidad que nunca habían exhibido en las nuestras. Sin duda, el más humilde del batallón de San Patricio fue honrado con mucha consideración por los mexicanos». Y es que el Ejército estadounidense fue culpable de estas deserciones en tanto practicaba una política de discriminación brutal contra los Católicos, pues la soldadesca protestante alentaba la profanación de imágenes religiosas y vandalismo contra los templos en suelo mexicano, además de violaciones de mujeres y el pillaje de bienes eclesiásticos que era ampliamente permitido por los oficiales del Ejército invasor.

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Los irlandeses que murieron mexicanos (1 Parte)

Para Stephen Murray, orgulloso mexicano e irlandés; y para los honorables miembros de la Orden de San Patricio. Entre el devenir de los tiempos—por encima de la mitomanía de la «historia oficial»—existe un capítulo glorioso en la memoria mexicana y que, no obstante, permanece bajo un manto pesado de conveniente olvido para el sistema político y para todos los gobiernos emanados a partir de la «Revolución triunfante». Este episodio nacional es tan digno de ser recordado con orgullo como en su momento lo fue el nombre común de aquel puñado de hombres valerosos que, no conformes con unirse contra todo pronóstico al bando de la libertad y la justicia, todavía logró atraer detrás de sí lo mismo a compatriotas suyos que a otros extranjeros para luchar juntos bajo el pabellón trigarante en contra de la nación de las barras y las estrellas, durante la invasión de 1847. Los antecedentes son del todo conocidos en ambos países. Tras la derrota ominosa de Santa Anna en la batalla de San Jacinto y la firma de los llamados Tratados de Velazco en 1836, el Gobierno Mexicano había permanecido indolente ante la pérdida de la provincia de Tejas, misma que abarcaba desde el Río Nueces hasta la Louisiana. Lejos de adoptar una política pragmática como lo hiciera Gran Bretaña al reconocer a Tejas como país (en aras de evitar su anexión a los Estados Unidos) o de recuperar por la fuerza lo que por legítimo derecho correspondía a la nación, la clase política se mantuvo cruzada de brazos hasta que sucedió lo previsible: en 1845, Tejas se anexa como una estrella más de la Unión Americana. Este hecho hizo que las relaciones entre México y los Estados Unidos se volvieran más tirantes, y prepararon el camino inevitable hacia una guerra que sólo necesitaría cualquier provocación mínima para detonar. En este caso, dicha provocación sería provista por el esclavista presidente James Knox Polk, para justificar por medio de la agresión más vil sus pretensiones expansionistas sobre México. Como consecuencia de lo anterior, estalló en San Luís Potosí una revolución que se pretendía monarquista con el General Mariano Paredes y Arrillaga como jefe, quien veía como traición inminente cualquier intento de negociación o arreglo territorial con el vecino país. Para evitarlo, pretendía reestablecer una Monarquía Constitucional que sustituyera orgánicamente a la débil y desacreditada república mexicana, bajo el impulso liberal del Infante Don Enrique de Borbón quien, con apoyo militar de España, Inglaterra y otras potencias europeas, pondría, en teoría, un alto a la voracidad criminal de los Estados Unidos de Norteamérica en contra de nuestro país. Sin embargo, el arribo de Paredes a la presidencia de la República fue tan breve que justo cuando convocaba a un Congreso para analizar el cambio de sistema de gobierno, pese al consenso popular a favor en este mismo sentido, fue derrocado por la rebelión federalista dirigida por Valentín Gómez Farías quien, contando de antemano con el apoyo económico de Washington y al grito de «¡Contra el Príncipe extranjero!», mandó a traer de vuelta a Santa Anna del exilio. La intervención norteamericana fue tan evidente en este vergonzoso episodio que el mismo gobierno estadounidense no sólo le flanqueó el bloqueo naval para que pudiera ingresar al país: asumió todos los gastos para hacer volver al jalapeño a México, a través del agente Alejandro Atocha, con las fatales consecuencias que habrían de acontecer posteriormente. Mientras esto ocurría, en enero de 1846 en el extremo norte, el general Zachary Taylor marchaba al suroeste de Texas, por órdenes del presidente Polk, donde comandaba un ejército estadounidense de 3,900 hombres —algunos incluso veteranos destacados de las guerras napoleónicas— de los cuales la mitad habían nacido en Irlanda, Gran Bretaña o Europa occidental. Los hombres de Taylor construyeron como provocación una fortaleza sobre la ribera izquierda del río Bravo, frente a Matamoros, donde existía una base militar mexicana. El 25 de abril de 1846 una unidad de la caballería mexicana atacó a una estadounidense que se introdujo en territorio mexicano, dando muerte a once angloamericanos, hiriendo a seis y tomando prisioneros a 63. Taylor envió la noticia urgentemente a Washington, donde Polk usó el incidente que él mismo había preparado para poder declarar la guerra que tanto deseaba, e intentar justificarse ante la opinión pública.

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Vergüenza olímpica.

Por Enrique Sada Sandoval Repugnante y de muy bajo presupuesto es como se puede definir la Ceremonia de apertura a las Olimpiadas del 2024, llevadas a cabo en Francia, teniendo por sede a la ciudad de Paris. Lo que pudo ser un gran espectáculo, digno de uno de los eventos históricos deportivos más importantes por su realización cíclica, terminó siendo un triste espectáculo autodegradado, tanto por las autoridades del país como por aquellos a quienes designaron para que montaran dicha inauguración. Fuera de la hermosa Salma Hayek y la aparición simpática de Snoop Dogg alternándose la antorcha olímpica—curiosa costumbre ideada y establecida originalmente por Joseph Goebbels como Ministro de Propaganda para las Olimpiadas de la Alemania Nacional Socialista de 1936—la ceremonia, y lo que va del evento, han dejado mucho que desear, generando repudio generalizado debido a una serie de controversias innecesarias que pudieron haberse evitado. Uno de los sucesos más lamentables fue el trato indigno y rupestre que se dio a los artistas de Conservatorio que integraban la Orquesta, elegidos como virtuosos, para interpretar parte del repertorio inaugural, a quienes se les obligó a presentarse de manera irrespetuosa a la inclemencia de la lluvia que suele ser bastante usual durante estas fechas; mismos a los que se expuso a padecer esta inclemencia con todo y sus instrumentos valiosos tanto como delicados, dotándoles solamente de bolsas de plástico transparente para cubrirse, pues no merecieron siquiera un modesto toldo por parte de las autoridades parisinas. Otro gesto de mal gusto dentro de esta ceremonia fue el hacer nada menos que apología del crimen y la violencia, iniciando todo con un montaje patético en que se mofaban del feminicidio de la Reina María Antonieta de Habsburgo, esposa de Luis XVI, a quien se presentó guillotinada, con su cabeza parlante en el regazo: preludio de una de las etapas más oscuras de la historia de Francia como lo fue el Terror jacobino con Robespierre. El culmen del absurdo fue la grotesca e innecesaria burla a la celebración de la Eucaristía, con una parodia hecha por comediantes travestidos (cosa que nada tiene que ver con el deporte) y que, como era de esperarse, fue lo que más repudio generó, hasta el grado de que el evento perdiera patrocinadores al día siguiente. Sin embargo, lo impensable fue que esta burla directa contra la Cristiandad tuvo un intento de apoyo por parte de algunos «tontos útiles» o «idiots útiles», como dijera Stalin, que quisieron oficiar como historiadores del Arte y trataron de vender que se trataba de una parodia a una obra de Van Biljert, aunque quedaron en ridículo una vez que los mismos «artistas« a quienes defendieron, admitieron públicamente que sí se trataba de un ataque a Cristo y a la Última Cena, como reconoció y publicó la misma Barbara Butch, que presidió esa triste representación. Las respuestas de rechazo general no se hicieron esperar. El célebre Cardenal Burke, desde el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Wisconsin refirió que: «Fuimos testigos de una manifestación increíble de la oscuridad y del pecado en nuestro mundo: la abominable burla de la Sagrada Eucaristía en su Institución para la inauguración de los Juegos Olímpicos de verano en París. Es difícil imaginar algo más degradado y blasfemo». Por su parte, Alain Finkelkraut, el famoso filósofo agnóstico francés, sentenció: «Fue un espectáculo grotesco que, desde las drag queen hasta Imagine, y desde la celebración de la sororidad hasta la decapitación de María Antonieta—una de las páginas más «gloriosas» de nuestra historia—desplegó piadosamente todos los estereotipos de la época. Patrick Boucheron (historiador, catedrático del Collège de France) tiene razón en una cosa: el genio francés brilló por su ausencia…entre la horrible coreografía de Lady Gaga y los dolorosos exhibicionismos de Philippe Katerine, ¿dónde estaba el gusto, la gracia, la ligereza, la delicadeza, la elegancia, incluso la belleza? La belleza ya no existe. Tras esa velada apocalíptica, me hice creyente». También se degradó a la mujer en los hechos. Más allá de la burla a María Antonieta, se permitió que en Boxeo femenil el argelino Imane Khlelif, que se autopercibe como «mujer», noqueara en 46 segundos a su contrincante italiana Angela Carini, en lo que ha sido hasta el momento, calificada ya—por su marxismo cultural—como la Olimpiada más vergonzosa de la Historia.

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