
Por: Enrique Sada Sandoval
No se puede hablar de México como Estado, nación o identidad propios antes del año de 1521; aun y cuando el sistema político mexicano ha pretendido hacerlo demagógicamente, como parte de un discurso en el que apela a un supuesto pasado indígena de manera única e ininterrumpida, partiendo solo de una de las etnias más odiadas y menos representativas, a lo largo y ancho de nuestro territorio nacional.
En este caso, lo que se busca de manera fraudulenta es nulificar a las más de 200 naciones o tribus, diseminadas desde el sur de los Estados Unidos hasta los límites con Guatemala en favor de uno de los peores vicios políticos vigentes, heredado del Borbonismo decadente, como lo es el centralismo.
Otro de los grandes mitos que el Estado totalitario y pseudorevolucionario ha pretendido imponer, desde las instituciones y el erario público, ha sido también su espíritu anticristiano y jacobino, travestido de falso laicismo. Y como corolario de lo mismo nos encontramos nada menos que con el mito antiguadalupano como tal.
Siendo la imagen plasmada en la tilma del indio Juan Diego un gran elemento que acabó con los sacrificios humanos que aún se mantenían clandestinos, además de potencializador del hermanamiento identitario mestizo—imagen que originalmente se negaban a aceptar los mismos españoles—hasta convertirse en bandera de batalla y Patrona de México Independiente, plasmándose este mismo sentir en la instauración de nuestra primera Orden de Estado y Caballería como la Orden Imperial de Guadalupe (única Orden de Estado creada para premiar el mérito y la virtud de todos los ciudadanos sin importar su origen étnico o social), era de esperarse que este símbolo de Unión fuera uno de los primeros en ser atacados por la influencia servil de otros poderes extranjeros en nuestro país.
Como impostura del régimen cardenista que no fue otra cosa más que una prolongación camuflada del Maximato autoritario con diferente títere (Cárdenas en lugar de Calles) y titiritero (Daniels en sustitución del difunto Morrow) desde Washington, buena parte del espíritu antirreligioso y desfigurador de nuestra identidad nacional desde la década de 1930, pretendió imponer desde la Secretaría de Educación Pública y sus instituciones la ocurrencia de que la Virgen de Guadalupe era una simple obra humana, producto de un supuesto indígena—como antítesis de Juan Diego—al que llamarían Marcos Cipac.
La realidad es que de ese personaje no existe ningún registro ni prueba siquiera de su existencia más que el discurso oficial, a diferencia de Juan Diego Cuahtlatoatzin de quien si existen pruebas y evidencias de su existencia como tal lo mismo que de su residencia, sin dejar de mencionar el que la hechura de semejante obra habría sido confiada no a un supuesto indígena sino a un europeo o un fraile—que fueron los más renuentes en reconocerla—con la mejor técnica posible de aquella época—como la escuela española, italiana o flamenca—no siendo así tampoco, lo que rompe también con toda lógica incluso para quienes se han empecinado en negarla.
Otra parte del gran mito antiguadalupano proviene del fariseísmo con el que se pretende sobajar a los creyentes de la Virgen, repitiendo desde los medios tanto como desde personajes afines al Gobierno que es justo en este día que los peregrinos abandonan perros en La Villa.
La realidad es que los peregrinos vienen en camiones y bicicletas a una velocidad que por mucho y que se tratara de cánidos, a estos les es imposible seguirles el paso, sin contar con el hecho de que los devotos que vienen caminando no son idiotas como para traer un perro desde Tlaxcala, Guanajuato o Jalisco.
Por el contrario, estos pobres animales en los alrededores de la Villa son los abandonados callejeros que existen en la Ciudad de México, lo cual es problema tanto como responsabilidad de la Alcaldía al igual que del Gobierno capitalino al que le resulta más fácil y hasta económico evadirse, culpando a los peregrinos y a esta Fiesta Nacional para mancharla, por oscuros intereses antirreligiosos.