Por: Enrique Sada Sandoval
Conocí a David Brading en otoño del 2008. Nunca esperé hacerlo más allá del papel y la tinta ese año.
Me tocaba tomar vuelo para presentar una novela histórica, El Brigadier, de la autoría de Jorge Zarzosa Garza (Que en paz descanse) en Reino Unido y más formalmente en la Embajada de México en España.
Aun y cuando el primer destino era cumplir con la agenda en Madrid, había que hacer escala en el Aeropuerto de Heathrow en Londres, partiendo de la Ciudad de México por British Airways. En lo que caminamos hasta la sala de abordaje, platicaba justamente con un amigo sobre la obra de Brading y lo valiosa que era en el marco del llamado Bicentenario “oficial” de la Independencia—en realidad, de la primera insurrección autonomista fallida de la que derivaron otras independentistas, también fallidas—y el primer Centenario de la “Revolución mexicana”, según la retórica gobiernista y comodina de siempre. De pronto, girando hacia un puesto de libros y revistas se encontraba Brading en compañía de su esposa, Celia Wu.
Ante el asombro, me acerqué para saludarlo y presentarme. Para mi mayor asombro, fue doña Celia quien me reconoció por el nombre; esto es, por haber publicado un ensayo en la Revista 20/10: Memoria de las revoluciones en México en el mismo Volumen que su esposo.
Charlamos largamente antes de emprender el mismo vuelo, sin desaprovechar la oportunidad de que nos tomaran un par de fotos juntos. Su amabilidad y la de Celia resultaron más que generosas, puesto que me permitió en primera instancia abordar a uno de mis íconos con una familiaridad insospechada que después habría de continuar a través de algunos correos que intercambiamos durante años.
Aunque nacido en Londres, en el barrio de Ilford, como hombre que amaba y conocía entrañablemente a México—casi tanto como si fuera su país—hablaba un español bastante fluido, como su mujer que era peruana, por lo que su idioma quedó automáticamente rebasado durante nuestras conversaciones.
Autor de obras clásicas como Orbe indiano, Mito y profecía en la Historia de México, Haciendas y ranchos en el Bajío mexicano, Iglesia y Estado en México Borbónico, o su inigualable Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810) que me acompañó durante el Posdoctorado en Historia del Norte de México, Brading se abrió paso haciendo algo que muchos investigadores en nuestro país suelen temer hacer: Historia académica sin miramientos y zambullirse en archivos virreinales.
Especializado en la Nueva España y el México del siglo XIX, como profesional sentó cátedra ahondando en las raíces de nuestra identidad mestiza tanto como el corolario ideológico con que a la postre se configuraría nuestra mexicanidad a partir de la Independencia respecto a la vieja España peninsular.
Sin cortapisas y contraviniendo los discursos de bronce tan propios del sistema político mexicano—y aún el de otros países—afirmaba como la grandeza del Virreinato terminó decayendo por obra del despotismo borbónico, sobre todo a partir del mitificado Carlos III; como la Independencia no fue un mal sino una necesidad imperiosa para los novohispanos buscando sobrevivir el amago de aquella decadencia; como Agustín de Iturbide era el verdadero Padre de la Patria y el Libertador de México y sobre todo, como después de la emancipación de la Madre Patria, a lo largo del siglo XIX tanto en México y el resto de Hispanoamérica sobrevivió un sentimiento fidelista hacia España que no entraba en conflicto con la identidad de estas nuevas naciones que todavía miraban con esperanza al otro lado del mar algún tipo de unión hasta la década de 1870.
Planeamos entrevistarlo hace dos años el Dr. Carlos Silva Cázares y yo, pero el grave deterioro en su salud no permitió este proyecto.
En un país como el nuestro, donde la Historia sigue siendo manipulada u omitida con tal de intentar legitimar regímenes y personajes criminales, sacrificando la verdad, Brading se sostiene como un gran ejemplo a seguir para la mayoría de los historiadores mexicanos a la hora de abordar los hechos sin bandererías políticas ni intereses mezquinos, y, sobre todo: sin la cobardía de no poder decir o publicar abiertamente que el pasto es verde, como diría Chesterton.
Descanse en paz.