Por: Enrique Sada
Para José Antonio Jiménez Díaz.
Dentro del Calendario oficial impuesto por el Gobierno el día 24 de Febrero suele
festejarse—muy escuetamente—como el “Día de la bandera” dentro del programa de
estudios de la Secretaría de Educación Pública, lo mismo para la burocracia y las Fuerzas
Armadas acuarteladas en el país.
Tal reduccionismo no puede entenderse sino como un intento por ocultar nada menos que
uno de los documentos fundacionales, si no es que el Documento Fundacional de carácter
Constitucional—como lo asientan juristas e historiadores especializados como Felipe Tena
Ramírez y Jaime del Arenal Fenochio—para la Independencia y construcción de México
como Patria independiente, como es el Plan de Iguala.
Para entender el impacto que tuvo la proclamación del Plan de Iguala en un país que
triplicaba en extensión territorial al actual, tanto como su éxito y recepción apoteósica que
logró al poco tiempo en una nación mestizada como la nuestra, es preciso medirlo a la luz
de su natural contraparte—y detonante—que fue la Constitución masónica expedida en
1812, impuesta para todo el Imperio Español en 1820.
Uno de los grandes dilemas que se habrían de presentar tendría que ver con lo plasmado en
el Artículo 22 de la misma:
“A los españoles que por cualquiera línea traen origen de África, para aspirar a ser
ciudadanos les queda abierta la puerta dela virtud y del merecimiento, y en consecuencia
las Cortes podrán conceder carta de ciudadano a los que hayan hecho servicios eminentes a
la patria, o a los que se distingan por sus talentos, su aplicación y su conducta; bajo
condición respecto de estos últimos de que sean hijos de legítimo matrimonio, de padres
ingenuos, de que estén ellos mismos casados con mujer ingenua y avecindados en los
dominios de España, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital
propio, suficiente a mantener su casa y educar sus hijos con honradez” .
Por lo anterior quedó clara una enorme contradicción desde el momento en que se reconoce
la “nacionalidad” como españoles a los negros y castas con la salvedad de que les niega el
ejercicio de la ciudadanía, cuya consecución quedaba condicionada deliberadamente y de
manera muy subjetiva, con la obvia finalidad de reconocer los menos posibles. Esta
situación habría pasado inadvertida en la España peninsular, pero en el continente
americano y concretamente en la Nueva España, dicha disposición estaba lejos pasar
desapercibida.
El Virrey Apodaca acudió a las Cortes informándoles el 1 de noviembre la conmoción que
generó la Carta Magna no solo por su antirreligiosidad sino por la discriminación que hacía
de la mayoría de los mexicanos, notificándoles que había tomado resolución de declarar
iguales a todos los individuos pertenecientes al Ejército de Pardos y Morenos: esto es,
violar la Constitución. Pese a ello, el Virrey ni siquiera mereció respuesta por parte de sus
“venerables hermanos” de Logia en las “augustas y liberales” Cortes.
La respuesta vendría en poco tiempo y no de Cádiz o Madrid sino del suelo mexicano
cuando el 24 de febrero de 1821, tras intercambio epistolar con el insurgente Vicente
Guerrero desde noviembre del año anterior, el coronel del Regimiento de Celaya, Agustín
de Iturbide, proclamó su célebre Plan de Iguala con el Ejército Imperial de las Tres
Garantías. El Plan iniciaba no como un llamado a las armas o a la destrucción de un bando,
sino como un manifiesto generoso en el más pleno sentido de la palabra: “Americanos, bajo
cuyo nombre comprendo no solo a los nacidos en América, sino a los europeos, africanos y
asiáticos que en ella residen…”.
Sobra decir que este proyecto que no se apartaba de la senda constitucional—pues exigía
una Constitución propia para el país—ni de los derechos del hombre libre logró no solo la
sumisión de Guerrero sino una adhesión tumultuaria bajo el Rojo de la bandera
nacional—hecha por Iturbide—que consagraba la garantía de la Unión de todos los
mexicanos, según el Artículo 12: “Todos los habitantes de la Nueva España, sin distinción
alguna de europeos, africanos, ni indios son ciudadanos de esta Monarquía con opción a
todo empleo según su mérito y virtudes”.
Dado lo anterior, no deja de sorprender como a más de doscientos años de nuestra
Independencia sigue intentando de imponerse el silencio desde lo más ominoso del sistema
político mexicano, como una apuesta constante por la desmemoria. Y lo mismo sucede con
la persona del Libertador de México en cuanto a su obra y el recibimiento que tuvo el Plan
de Iguala en el norte del Imperio, como reconoce Moisés Guzmán, pese a los esfuerzos de
Guadalupe Jiménez Codinach, Jaime del Arenal Fenochio David Brading y José Antonio
Jiménez Díaz, entre muchos otros.