Por: Miguel Amaranto
Hace varios años salí del Perú, rumbo a un lugar que conocía gracias al chavo del 8 y a las telenovelas que mi madre veía. Sabía que llegaba a un país donde, aunque hablamos el mismo idioma, el lenguaje gastronómico fue difícil comprender en un principio.
Llego a México dejando atrás el cebichito de caballa, el sudadito de jurel con su arrocito blanco, el caldito de plátano verde, su arrocito con pato, su cabrito, su lomito saltado, su cebadita para calmar la sed; dejo atrás la gastronomía norteña, lambayecana, oyotunense, para ser preciso. Y caigo en Torreón: nortecito, sol caliente como el de Oyotún, donde cambio el ¡qué, ya! Por el ¿Te cae? Entre otros modismos. Pero dejemos la añoranza, la nostalgia, para enfrascarnos en un alimento que fue la flauta que en encantó a mi serpiente gustativa.
En la primera salida que hice en la ciudad, fui a ver asuntos migratorios en el Palacio Federal. Justo antes de entrar, la mamá Magaly me dijo: «Ven, vamos a comer unas gorditas». Qué miércoles son gorditas, me pregunté, y la voz de mi tía Chona me respondió en la memoria: «Qué será pues, hijito; tú come».
Como no supe cómo pedir, recurrí a la mamá Magaly para que ella lo hiciera por mí, a su gusto, ya que ella tenía años en esta Comarca. En mi plato vi tres cositas circulares, hechas de harina, planas, pero en su interior tenían un guiso distinto. No supe sus nombres, sólo comí. Después de un breve tiempo, estando ya en la escuela, unos compañeros me invitaron a comer gorditas. Ahora sí presté atención. Repetí lo que mis compañeros decían: «¿De qué tiene, señora?», y de todo lo que mencionó me quedé con lo familiar para mí: Chicharrón. En mi tierra se come su chicharrocinto con su yuquita y su café en el desayuno diminguero. Hoy es lunes, me saldré de la rutina, pensé.
—Deme dos
—¿Prensado o de peya?
—Uno y uno
—¿Prensado rojo o verde?
Qué roche, pensé, no sé. Pero para no verme tonto, pedí una de cada cual. Comí el de peya, me gustó, está bueno, podría pedirlo en otra ocasión. Comí las de prensado, y mi memoria trajo el saborcito rico de la primera vez. Ya lo había probado, pero apenas lo estaba identificando, apenas lo gocé con entusiasmo. Mi paladar me exigió otra gordita de prensado… el prensado Lagunero.
No he probado mejor chicharrón que el de La Laguna. No al menos en los pocos lugares que he visitado. Pero sí mis oídos han probado la confirmación de fuereños, que el prensado de esta tierra es superior al de cualquier otro lado.
Por eso mis tres razones para que no comas prensado en La Laguna.
1.- Si tu novia o novio es de La laguna, y te pide visitar su ciudad… ¡Cuidado! Si te ofrece Prensadito, es muy probable que en la siguiente visita ya no vuelvas a tu tierra de origen.
2.- Si no eres de La Laguna, y andas de paso por aquí, no comas prensadito; te va a dar el mal del que los médicos no quieren hablar: gordiprensitis. Es un mal que te da después de probar el chicharrón. La gente tiende a comprar compulsivamente gorditas de chicharrón, congelarlas y así llevarlas a sus casas para poder comer todo el tiempo. Luego buscan la manera de que alguien se las mande.
3.- Nunca, por nada del mundo lo mezcles con frijolitos y/o queso. Con esta combinación te puedes morir, pero de encanto.
Digo, es un decir.