Los irlandeses que murieron mexicanos (1 Parte)

Para Stephen Murray, orgulloso mexicano e irlandés; y para los honorables miembros de la Orden de San Patricio. Entre el devenir de los tiempos—por encima de la mitomanía de la «historia oficial»—existe un capítulo glorioso en la memoria mexicana y que, no obstante, permanece bajo un manto pesado de conveniente olvido para el sistema político y para todos los gobiernos emanados a partir de la «Revolución triunfante». Este episodio nacional es tan digno de ser recordado con orgullo como en su momento lo fue el nombre común de aquel puñado de hombres valerosos que, no conformes con unirse contra todo pronóstico al bando de la libertad y la justicia, todavía logró atraer detrás de sí lo mismo a compatriotas suyos que a otros extranjeros para luchar juntos bajo el pabellón trigarante en contra de la nación de las barras y las estrellas, durante la invasión de 1847. Los antecedentes son del todo conocidos en ambos países. Tras la derrota ominosa de Santa Anna en la batalla de San Jacinto y la firma de los llamados Tratados de Velazco en 1836, el Gobierno Mexicano había permanecido indolente ante la pérdida de la provincia de Tejas, misma que abarcaba desde el Río Nueces hasta la Louisiana. Lejos de adoptar una política pragmática como lo hiciera Gran Bretaña al reconocer a Tejas como país (en aras de evitar su anexión a los Estados Unidos) o de recuperar por la fuerza lo que por legítimo derecho correspondía a la nación, la clase política se mantuvo cruzada de brazos hasta que sucedió lo previsible: en 1845, Tejas se anexa como una estrella más de la Unión Americana. Este hecho hizo que las relaciones entre México y los Estados Unidos se volvieran más tirantes, y prepararon el camino inevitable hacia una guerra que sólo necesitaría cualquier provocación mínima para detonar. En este caso, dicha provocación sería provista por el esclavista presidente James Knox Polk, para justificar por medio de la agresión más vil sus pretensiones expansionistas sobre México. Como consecuencia de lo anterior, estalló en San Luís Potosí una revolución que se pretendía monarquista con el General Mariano Paredes y Arrillaga como jefe, quien veía como traición inminente cualquier intento de negociación o arreglo territorial con el vecino país. Para evitarlo, pretendía reestablecer una Monarquía Constitucional que sustituyera orgánicamente a la débil y desacreditada república mexicana, bajo el impulso liberal del Infante Don Enrique de Borbón quien, con apoyo militar de España, Inglaterra y otras potencias europeas, pondría, en teoría, un alto a la voracidad criminal de los Estados Unidos de Norteamérica en contra de nuestro país. Sin embargo, el arribo de Paredes a la presidencia de la República fue tan breve que justo cuando convocaba a un Congreso para analizar el cambio de sistema de gobierno, pese al consenso popular a favor en este mismo sentido, fue derrocado por la rebelión federalista dirigida por Valentín Gómez Farías quien, contando de antemano con el apoyo económico de Washington y al grito de «¡Contra el Príncipe extranjero!», mandó a traer de vuelta a Santa Anna del exilio. La intervención norteamericana fue tan evidente en este vergonzoso episodio que el mismo gobierno estadounidense no sólo le flanqueó el bloqueo naval para que pudiera ingresar al país: asumió todos los gastos para hacer volver al jalapeño a México, a través del agente Alejandro Atocha, con las fatales consecuencias que habrían de acontecer posteriormente. Mientras esto ocurría, en enero de 1846 en el extremo norte, el general Zachary Taylor marchaba al suroeste de Texas, por órdenes del presidente Polk, donde comandaba un ejército estadounidense de 3,900 hombres —algunos incluso veteranos destacados de las guerras napoleónicas— de los cuales la mitad habían nacido en Irlanda, Gran Bretaña o Europa occidental. Los hombres de Taylor construyeron como provocación una fortaleza sobre la ribera izquierda del río Bravo, frente a Matamoros, donde existía una base militar mexicana. El 25 de abril de 1846 una unidad de la caballería mexicana atacó a una estadounidense que se introdujo en territorio mexicano, dando muerte a once angloamericanos, hiriendo a seis y tomando prisioneros a 63. Taylor envió la noticia urgentemente a Washington, donde Polk usó el incidente que él mismo había preparado para poder declarar la guerra que tanto deseaba, e intentar justificarse ante la opinión pública.

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