Mujer, patriota y testigo de su tiempo: las memorias de una Primera dama (II Parte)

Por: Enrique Sada Sandoval Aquellos novohispanos que nacieron en las postrimerías del siglo XVIII y primeras décadas del siglo XIX, incluso ya como mexicanos, heredaron las grafías, usos, y ambivalencias propias (en cuanto a morfología y sintaxis) de un castellano todavía tan cercano a Nebrija y a Quevedo como a su propia cotidianidad, y en un ámbito donde lo fundamental era saber expresarse; primero de manera fluida y después aprender a hacerlo, si es que era posible, por puño y letra a través de la palabra escrita. Lo anterior no debería por lo tanto sorprender a nuestros contemporáneos ni hacernos ver a aquellos hombres y mujeres del siglo antepasado como desfasados: basta recordar que en  Europa y nada menos que en la nación que se autoproclamaba ante el mundo capital y cuna del “Siglo de las luces”, la adopción del francés como idioma oficial o lengua nacional—compartiendo vigencia en ese tiempo con dialectos romances del Medioevo, como el provenzal—no vino a imponerse hasta el reinado de Napoleón III (1852-1870); y que aún en nuestros días, la misma Academia de la Lengua Francesa mantiene una disputa constante respecto a como debieran escribirse o pronunciarse ciertas palabras, cosa que no sucede con la lengua de Cervantes ni con la Real Academia hoy en día. En lo que respecta a los acontecimientos en aquél México convulso que, no obstante su estado, aún deparaba esperanza en el porvenir, las Memorias presentan un retrato hablado, no sólo de la autora, sino de sus paisanos a través de su encuentro con hombres, mujeres, indígenas, religiosos, personalidades de la política, diplomáticos y valerosos hombres de guerra que amaban la paz, como su marido; envueltos en un mismo torbellino, donde las constantes intervenciones de Estados Unidos, ya arrancando la soberanía y dignidad de la Patria a jirones o apoyando a sus protegidos “liberales” en México, con las mismas pretensiones y ofrecimientos territoriales de parte de estos, terminarían por abrir la pauta para que la mayoría de los mexicanos —los liberales moderados y los conservadores— acudieran a Europa para pedir auxilio definitivo contra el Goliat del norte tras la intervención de la Armada Norteamericana  en Veracruz, en Antón Lizardo, salvando a Juárez y su facción, de una derrota definitiva, y haciendo que Miramón y los de su bando perdieran la Guerra de Reforma (guerra entre mexicanos) contra la nación de las barras y las estrellas. Dotada de una prosa rica y propia de una dama educada e inteligente, Concepción Lombardo hace despliegue de ingenio en sus juicios agudos con un toque penetrante y bastante sentido del humor respecto a los personajes con los que, desde su alta posición y cercanía involuntaria, igual que hiciera Madame Calderón de la Barca décadas antes, llegó a entenderse lo mismo en sus paseos por la gran ciudad de los palacios antes que la piqueta de la “Reforma” la mutilara y despojara de trescientos años de esplendor y patrimonio histórico (como señalara Guillermo Tovar y de Teresa), igual que sus repentinos viajes hacia el interior del país en pos de encontrarse con su marido o escapando del asedio de las tropas enemigas y del bandolerismo que infestaba los caminos aquél entonces. Sin lugar a duda, al tratar sobre la viuda y Condesa de Miramón —título nobiliario concedido como reconocimiento por el Vicario de Cristo en 1869— a partir de sus letras nos encontramos con una mujer inteligente, y más aún, ante una mujer de una sola pieza, cuya integridad, congruencia, patriotismo y abnegación en grado heroico la ponen en el mismo pedestal que a su marido y que a los otros dos asesinados aquel 19 de julio de 1867 en el Cerro de las Campanas. Sus Memorias, por lo tanto, constituyen, en una bella nueva edición que también prologamos, no sólo una defensa (como algunos pretenden, para intentar escatimarle valor como fuente) contra la desmemoria histórica y el maniqueísmo oficial de los vencedores, quienes trataron falazmente de cubrir el asesinato del “Joven Macabeo” con una farsa de juicio y la falsa acusación de “traidor a la Patria”, como excusa pueril a lo que en consciencia sabían que era un crimen a todas luces; es también un testimonio para futuras generaciones de mexicanos cuya lectura mueve a la búsqueda de la verdad histórica, más allá de la miopía ideologizada y la impostura política, así como una lección sobre el porvenir en un momento crítico, donde los mexicanos de todos los bandos habían perdido la fe en la posibilidad de resolver sus propias diferencias y problemas: sin duda, una lección que hoy por hoy, a 160 años de la conmemoración de la del Segundo Imperio Mexicano, sigue vigente.

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