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CANICULA DE LA IMAGINERIA

Por: Saúl Rosales Según los escasos recursos de la memoria ya erosionada, todavía a mediados del siglo XX, entre gente que se integraba a la vida urbana en la comarca lagunera, persistían rasgos de antiguas costumbres que, a su vez, realimentaban a las peculiaridades de residentes de pasado similar. Sobre todo la gente del pueblo, con su habla y sus costumbres, llegaba atraída por una bonanza promisoria que empezaba a dejar de serlo. En el habla y otras manifestaciones de antiguos y recientes inmigrantes aparecía y reaparecía la creencia de que el fenómeno conocido como canícula era algo amenazador, terrible. Era un tema de intercambio entre la población de la comarca, quizás imprescindible por las altas temperaturas de la región. Ahora, tras decenios de desarrollo urbano y cosmopolitismo promovido por la televisión y otros medios, la canícula ya no es pensada como amenaza, como secuencia de días aciagos, nefastos, no por los calores intensos sino por la cauda de adversidades que se le imaginaban. Sin embargo, la tradición de que la canícula era una temporada de desdichas quedó mucho y bien asentada en los murales prosísticos, en la suave patria narrada por Agustín Yáñez. La canícula salta de sus relatos cortos y medianos a sus novelas; agobia a los personajes y a sus entornos, los flagela para que los lectores encuentren que la canícula, como se veía en la tradición, era un mito y que sus supuestos efectos no son fatalismos del destino. En los libros Flor de juegos antiguos y Los sentidos al aire, igual que en las hermosas novelas Las tierras flacas y Al filo del agua y en los textos líricos de Por tierras de Nueva Galicia, Yáñez intenta desarraigar de entre las supersticiones populares el mito de que la canícula es tiempo de calamidades. El “mal” de “gota serena” y la canícula son perturbaciones del ánimo de los personajes en un relato del volumen Los sentidos al aire titulado “Gota serena”. La causa y el efecto. La calamidad conocida popularmente con aquel nombre es vivida por el narrador protagonista, un adolescente, como consecuencia de un determinismo ignoto pero ineludible. En cuanto a la forma literaria, a la manera en que lo menciona Poe en la Filosofía de la composición, en las primeras líneas del relato Yáñez sugiere la desdicha inminente. Una voz anónima recomienda: “No vean tanto a la luna: les cae gota serena.” El protagonista narrador pregunta: “Qué es la gota serena […]”. La voz anónima, voz de las supersticiones populares, le responde: “Se quedan ciegos.” (Un poeta italiano escribió que quien miraba el rostro de Lucrecia Borgia se quedaba ciego, fit intuitu caecus.) El relato nos monta en la caravana de un burrero. A bordo viaja la familia rumbo a las sierras del poniente de Guadalajara. También va con ellos el vocablo canícula: “fueron saliendo los miedos enmascarados en pláticas; encabezados por una palabra que no se caía de los labios: la canícula”. Tras la palabra mentaban los males que infestaban las consejas populares. Al propio protagonista la mención del vocablo que no se caía de los labios le parece salmodia fúnebre: “Apareció y se metió en las orejas, y se quedó en los ojos, el espectro de la canícula, repetido de allí en adelante como letanía de difuntos.” El poder invasivo de la palabra le hace decir al adolescente protagonista: “no quise ni pude salir de dudas en lo de la canícula, imaginada como territorio prohibido al que habíamos entrado como a boca de lobo y callejón sin salida”. Como se ve, la canícula considerada un periodo plagado de premoniciones infaustas, de amenazas funestas, de presentimientos infundados, de amagos y peligros ficticios, infesta el relato “Gota serena”, de Agustín Yáñez. Pero es una infestación estética, rebosante de valor literario, de lectura muy grata y enemiga de la imaginería fatalista.Todas las reacciones:

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3 RAZONES PARA NO COMER CHICHARRÓN PRENSADO

Por: Miguel Amaranto Hace varios años salí del Perú, rumbo a un lugar que conocía gracias al chavo del 8 y a las telenovelas que mi madre veía. Sabía que llegaba a un país donde, aunque hablamos el mismo idioma, el lenguaje gastronómico fue difícil comprender en un principio. Llego a México dejando atrás el cebichito de caballa, el sudadito de jurel con su arrocito blanco, el caldito de plátano verde, su arrocito con pato, su cabrito, su lomito saltado, su cebadita para calmar la sed; dejo atrás la gastronomía norteña, lambayecana, oyotunense, para ser preciso. Y caigo en Torreón: nortecito, sol caliente como el de Oyotún, donde cambio el ¡qué, ya! Por el ¿Te cae? Entre otros modismos. Pero dejemos la añoranza, la nostalgia, para enfrascarnos en un alimento que fue la flauta que en encantó a mi serpiente gustativa. En la primera salida que hice en la ciudad, fui a ver asuntos migratorios en el Palacio Federal. Justo antes de entrar, la mamá Magaly me dijo: «Ven, vamos a comer unas gorditas». Qué miércoles son gorditas, me pregunté, y la voz de mi tía Chona me respondió en la memoria: «Qué será pues, hijito; tú come». Como no supe cómo pedir, recurrí a la mamá Magaly para que ella lo hiciera por mí, a su gusto, ya que ella tenía años en esta Comarca. En mi plato vi tres cositas circulares, hechas de harina, planas, pero en su interior tenían un guiso distinto. No supe sus nombres, sólo comí. Después de un breve tiempo, estando ya en la escuela, unos compañeros me invitaron a comer gorditas. Ahora sí presté atención. Repetí lo que mis compañeros decían: «¿De qué tiene, señora?», y de todo lo que mencionó me quedé con lo familiar para mí: Chicharrón. En mi tierra se come su chicharrocinto con su yuquita y su café en el desayuno diminguero. Hoy es lunes, me saldré de la rutina, pensé. —Deme dos—¿Prensado o de peya?—Uno y uno —¿Prensado rojo o verde? Qué roche, pensé, no sé. Pero para no verme tonto, pedí una de cada cual. Comí el de peya, me gustó, está bueno, podría pedirlo en otra ocasión. Comí las de prensado, y mi memoria trajo el saborcito rico de la primera vez. Ya lo había probado, pero apenas lo estaba identificando, apenas lo gocé con entusiasmo. Mi paladar me exigió otra gordita de prensado… el prensado Lagunero. No he probado mejor chicharrón que el de La Laguna. No al menos en los pocos lugares que he visitado. Pero sí mis oídos han probado la confirmación de fuereños, que el prensado de esta tierra es superior al de cualquier otro lado. Por eso mis tres razones para que no comas prensado en La Laguna. 1.- Si tu novia o novio es de La laguna, y te pide visitar su ciudad… ¡Cuidado! Si te ofrece Prensadito, es muy probable que en la siguiente visita ya no vuelvas a tu tierra de origen. 2.- Si no eres de La Laguna, y andas de paso por aquí, no comas prensadito; te va a dar el mal del que los médicos no quieren hablar: gordiprensitis. Es un mal que te da después de probar el chicharrón. La gente tiende a comprar compulsivamente gorditas de chicharrón, congelarlas y así llevarlas a sus casas para poder comer todo el tiempo. Luego buscan la manera de que alguien se las mande. 3.- Nunca, por nada del mundo lo mezcles con frijolitos y/o queso. Con esta combinación te puedes morir, pero de encanto. Digo, es un decir.

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