Los irlandeses que murieron mexicanos (II Parte).
En cuanto tuvo conocimiento del campamento militar estadounidense sobre el Río Bravo, el General Pedro Ampudia, Comandante de la División mexicana del Norte, llegó rápidamente a la zona con refuerzos de 2,400 efectivos, no sin antes ordenar la impresión de varios volantes en inglés que pasaron de contrabando al campamento estadounidense. Dirigido «A los ingleses e irlandeses del ejército del General Taylor», Ampudia protestaba contra la agresión estadounidense e invitaba a los soldados a desertar en los siguientes términos: «Recuerden que nacieron en Gran Bretaña, que el gobierno estadounidense mira con frialdad la poderosa bandera de San Jorge y está provocando hasta que truene al pueblo guerrero al que pertenece; el presidente Polk está manifestando con desafío el deseo de tomar posesión de Oregon, como ya ha hecho con Tejas. Así pues, vengan con toda confianza a las filas mexicanas». El intento de Ampudia hizo eco en muchos, siendo uno de los primeros desertores en cruzar el río Bravo un irlandés llamado John O’Riley, conocido a la postre como John Riley o Juan Reily, quien se convirtió en leyenda viva al debutar como jefe del Heroico Batallón de San Patricio. En cuanto a Riley, las fuentes de la época lo describen como un individuo musculoso de hombros anchos, de un metro con ochenta y siete centímetros de altura, cabello oscuro, ojos azules y tez rubicunda, que había servido en los ejércitos de tres países: Gran Bretaña, Estados Unidos y México. Un domingo 12 de abril, Riley consiguió permiso de sus superiores para asistir a una misa ofrecida por un sacerdote de Matamoros, pero nunca volvió a su unidad y fue reportado como desertor. Dos años y medio después, Riley refirió que se le había dado a elegir entre unirse al Ejército Mexicano del Norte o ser fusilado, por lo que escogió la primera opción y fue comisionado como primer Teniente de la artillería donde recibió su espada como distintivo, y arma, portada por los oficiales de rango: «Desde abril de 1846, cuando me separé de las fuerzas norteamericanas […] he servido constantemente bajo la bandera mexicana. En Matamoros formé una compañía de 48 hombres». Para julio de 1847 los integrantes del Batallón de San Patricio ascendían a más de 200. Aunque esta unidad la conformaban en su mayoría desertores del ejército estadounidense —tanto nacidos en Estados Unidos como inmigrantes europeos—, entre sus miembros había extranjeros residentes en México, ciudadanos británicos y, como hemos dicho, veteranos de las guerras napoleónicas. Este Cuerpo combatió bajo una bandera propia con diversas variantes según parece: Riley refirió que la bandera verde esmeralda tenía la imagen de San Patricio, con un trébol en el anverso y la mítica arpa de Erin en el reverso. Mientras un corresponsal norteamericano la describió hecha de seda verde con un arpa bordada y el escudo de armas mexicano con las palabras «Libertad por la República Mexicana», y bajo el arpa la leyenda «Erin go Bragh» (Irlanda por siempre). Samuel Chamberlain la recordaba como: «Una hermosa bandera de seda verde ondeaba sobre sus cabezas; en ella brillaba una cruz plateada y un arpa dorada, bordadas por las manos de las bondadosas monjas de San Luis Potosí». Su primera batalla ocurrió en el pueblo de Matamoros sobre el margen del Río Bravo, de donde marcharon para asistir a la ciudad de Monterrey en su defensa. Mientras Taylor ocupaba Monterrey, la defección de tropas alentadas por el ejemplo de los san patricios se convirtió en un grave problema, como refirió el mayor Luther Giddings respecto a cincuenta desertores: «A éstos el enemigo [los] recibió con alegría y alistó rápidamente en sus filas, donde sirvieron con un coraje y fidelidad que nunca habían exhibido en las nuestras. Sin duda, el más humilde del batallón de San Patricio fue honrado con mucha consideración por los mexicanos». Y es que el Ejército estadounidense fue culpable de estas deserciones en tanto practicaba una política de discriminación brutal contra los Católicos, pues la soldadesca protestante alentaba la profanación de imágenes religiosas y vandalismo contra los templos en suelo mexicano, además de violaciones de mujeres y el pillaje de bienes eclesiásticos que era ampliamente permitido por los oficiales del Ejército invasor.
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