Dinamita, Durango: esplendor de un siglo.
Por Enrique Sada Sandoval Para poder hablar de las manifestaciones de la vida social al igual que de lo que se pudiera entender como el pensamiento ordinario de la gente desde su cotidianidad, como diría Pilar Gonzalbo en su Historia de la cotidianidad, cabe subrayar que uno y otro vendrán a configurarse a partir del entorno inmediato o del medio geofísico en el cual tanto los individuos como las sociedades tienden a desarrollarse. Tal es el caso de un poblado como Dinamita, Durango; al igual que Abisinia, El Siete, El Durazno La Mina y tantas otras comunidades que se han logrado asentar y desarrollar históricamente en torno a la legendaria Sierra del Sarnoso y sus linderos; mismos que a pie, desde la adolescencia y tras muchas noches de acampada entre sus cañones, manantiales y petrograbados, aprendí a recorrer tanto como a querer entrañablemente. Franqueado históricamente por los municipios de Mapimí en su estribación norte, por Lerdo y León Guzmán en su estribación sur-poniente, por Gómez Palacio (bajo cuyo rango político pertenece) y Tlahualilo en el oriente y norte, este poblado se encuentra enmarcado dentro del Bolsón de Mapimí en la gran extensión que a su vez delimita el Desierto de la Biósfera de Chihuahua; surgido durante la etapa del Virreinato de la Nueva España a partir de múltiples prospecciones mineras—aún existen minas españolas abandonadas que dan testimonio de lo anterior en este sitio—emprendidas tras el descubrimiento muy cercano de la célebre Mina de la Ojuela, este poblado cobrará importancia primero por tratarse nada menos que de tierra sagrada para las muchas tribus bárbaras del norte de México como los cocoyomes, tobosos, rarámuris y tepehuanes que la solían procurarla ya como coto de abastecimiento de caza y de aguas al igual que como antiguo centro ceremonial cuyos vestigios—pese al abandono de las autoridades locales y el vandalismo de lo peor de nuestra sociedad—todavía pueden encontrarse diseminados desde las faldas del imponente Cerro de la Chiche con su distintivo picacho reconocible a kilómetros desde Coahuila y Durango, hasta los Cerros Colorados y desde las estribaciones de la Sierra del Rosario llegando a Jacales y hasta el Cañón del Sarnoso. Posteriormente, y muy probablemente teniendo como primeros exploradores peninsulares a algunos miembros de las fuerzas expedicionarias de Nuño de Guzmán a su paso durante el siglo XVI, será la búsqueda de riqueza en sus entrañas y alrededores lo que hará de este sitio un lugar de abastecimiento de oro y plata que irá mermando en cantidad a lo largo del tiempo, tras el estallido de la Revolución Mexicana, y ante el enorme afluente de aguas subterráneas que sobreabundan a pocos metros de sus cerros y valles no del todo explorados en algunas partes, y en donde la profusión de jabalíes, venados y otras especies permitieron el asentamiento pronto en derredor de lo que a la postre trascendería como los límites de la famosa Mina de La Colorada. Pero también será un lugar que pese a lo anterior permitirá el asentamiento y el mestizaje armónico entre mexicanos y extranjeros, entre mineros sajones e hispanos, entre mestizos de este suelo y negros provenientes de los Estados Unidos De los jabalíes, los venados, el oro y la plata ahora solo queda el recuerdo—algo que todavía solían referir sus pobladores saliendo de misa en el templo dedicado a Santa Bárbara, patrona de mineros y fusileros, en la década de los noventas—y algunos vestigios de prosperidad en lo que fuera su Mercado, su Panteón y hasta su Cárcel todavía pueden adivinarse, independiente de las explotaciones marmoleras o del de la Compañía de explosivos y químicos Austin-Bacis que le ha brindado también su lugar al pueblo que sobrevive de algún modo, mientras los hijos de su suelo buscan otras fortunas más allá del terruño que es la Matria que les vio nacer. Tierra de leyendas enclavada en torno a montes y valles con enormes figuras pétreas tan caprichosas como el Cerro de la Vela, el Pichacho Colorado, el Cerro de la Chiche o el mítico Cerro del Sarnoso en cuyas noches todavía cabalgan en el viento las antiguas tribus nómadas aguerridas, los peninsulares huyendo de la Independencia tras esconder sus fabulosos tesoros y las huestes del bandolero Machado todavía depositan el fruto de sus robos y los restos de sus víctimas en alguna cueva cuando sus habitantes se reúnen a compartir las consejas que—desde la cotidianidad más inmediata—escucharon de sus abuelos acompañados de cerveza o de sotol alrededor del fuego; voces y recuerdos cuya memoria merece ser rescatada como lo ha hecho Miguel Amaranto desde las breves páginas de Dinamita. Esplendor de un nuevo siglo, libro que por su oportuna aparición tanto como por el material y las fuentes inéditas que consigna, merece ya, desde el momento mismo en el que sale de la imprenta, una Segunda Edición, como herencia para futuras generaciones.
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